Tiovivo. C 1950 es el título de la última película de Garci. Necesito escribir sobre ella, pero esto no es una crítica de cine sino la confesión de un espectador. Necesito decir públicamente que esta película me ha hecho llorar. Después de verla en un pase privado, cuando se encendieron las luces de la sala de la calle Pilar de Zaragoza, 32, me fui hacia José Luis y le dije: “Felicidades. He llorado”. Salí a escape de allí, seguramente porque quería contárselo a otros, a mi familia, a mis amigos, al primero que me encontrara en mi camino, o a ustedes mismos que me soportan al leerme. Ya en la calle, a plena luz del sol, vi hombres y mujeres que caminaban presurosos, y me parecieron que todos eran herederos de los personajes que había visto un rato antes en la pantalla. No había diferencia entre ficción y realidad. Los personajes de Garcí son más que verosímiles. Son de cine español: verdaderamente cinematográficos, o sea reales.
Mientras me dirigía a la boca del metro más próxima, las imágenes vistas se cruzaban con mis pobres pensamientos, entonces quise regresar al cine, a la sala de proyecciones, pero era demasiado tarde. Había corrido tanto que ya estaba en Manuel Becerra bajando las escaleras del metro. No entendía muy bien ese deseo de volver al cine, de volver a empezar, de regresar para ver otra vez la película, cuando la tenía delante de mis ojos. Y, sobre todo, no era capaz de explicarme porqué me había largado tan rápido de allí. Quizá no quería dejarme influir por los juicios sabios de quienes en la sala estaban, de los colaboradores de Garci, e incluso de mis amigos cinéfilos. Sin embargo, antes de abandonar la sala, alcancé a oír opiniones sabias; por ejemplo, Alfredo Landa le decía a un grupito de espectadores seleccionados: “Este jodido Garci ha conseguido una cosa genial”; al lado, mi amigo Gonzalo García-Pelayo, con sonrisa exultante pregonaba: “la variedad de personajes es sencillamente portentosa, una síntesis de la cultura española”.
Las opiniones sobre Tiovivo. C. 1950 eran, no obstante, muy medidas e incluso prudentes cuando se referían a la acogida que pudiera tener por parte de un público educado en lo “culturalmente correcto”, o sea, amaestrado en la evasión por la evasión. Lo cierto es que me largué, ahora que lo pienso, porque quería estar solo para rememorar imágenes, frases, planos, guiños, etcétera, y después contarlos. Quería hablar, escribir, sobre la película. Es como si quisiera devolverle al director un poco de la vida que éste acababa de darme a puñados. Hallar un poco de gratitud para mi anfitrión era mi estímulo. Sólo por eso, por las ganas de vivir que este hombre me había dado, merecía la pena que me confesara con él, que me atreviese a decirle, amigo Garci, te he mentido. Te he dicho delante de Horacio Valcárcel, tu coguionista, que he llorado. Y no es verdad, porque también he reído, y he tocado la soledad, y he hablado con la tristeza, y he mandado al carajo al resentido, y he visto la sutileza en la cara del hombre hispánico.