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No parece creíble que Fungairiño no supiera nada de la furgoneta más famosa del párque móvil español cuando cualquier parroquiano puede contarnos la vida del perro y la del portero, las diferencias entre Titadine y Goma 2 y las discrepancias entre mandos policiales y entre estos y la Guardia Civil y el CNI.
 
Así que hay que interpretarlo. Lo que nos dice en realidad el fiscal jefe de la Audiencia Nacional es que resulta del todo irrelevante lo que él haya leído en el diario o visto en televisión, y que a ver quién es el guapo que le obliga a especular, o peor, a impartir inadecuada doctrina, como si fuera un Castells cualquiera. De paso, Fungairiño también ha hecho saber a la comisión, por omisión, que él no es Garzón, que lo raro es aquel invencible impulso del juez que le llevó a meterse hasta el corvejón en un pandemonium cuya instrucción le era ajena.
 
Basta con hacerse el desinformado para que las pretensiones inquisitivas de los parlamentarios de la comisión se revelen inútiles. El desafío de Fungairiño es una exhibición de lógica fiscal recreativa, una contibución a la paradoja, una elipsis, una elegante crítica a las maneras e intenciones de algunos comisionados (o comisarios), un dandismo sumarial. Una cuestión de estilo que Labordeta todavía no ha entendido.
 
El jugo venenoso de la fruta podrida del atentado, sus raíces y sus consecuencias sólo se extraerá de las contradicciones entre los distintos cuerpos de seguridad. Y lo que ya empieza a ser clamoroso es que durante los gobiernos de Aznar, el CNI, la Casa, era La Casa tomada, por la que avanzaba, como en el cuento de Cortázar, una agobiante presencia, un indefinido ocupante que fue ganado estancias paulatinamente a los legítimos titulares del espionaje.
 
Auque podrá alegarse, menos literariamente, que al CNI lo succionaron los socialistas por la cabeza, como una gamba, en cuanto perdieron el poder en el noventa y seis. Afantasmada, silenciosa, astutamente se hizo el resto, hasta que una multitud de muertos los delató como la agencia de Anacleto Agente Secreto. Todo el mundo se olía la gamba al ajillo menos Aznar, cuya excelencia en la gestión solía ir acompañada de un error ingenuo en las fidelidades.

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