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Todavía resuenan las carcajadas en los despachos de las autoridades energéticas europeas por el apagón neoyorquino del año pasado. Están anticuados decían unos, son ineficientes decían otros, es un país de pandereta apuntaban los más euroengreídos, es la consecuencia del liberalismo salvaje clamaban a los cuatro vientos los nostálgicos del plan quinquenal.
 
El hecho es que en Europa, en nuestro paraíso, también se va la luz, y mucho, mucho más a menudo de lo que usted, apreciado lector, supone. La pasada semana Atenas, la ciudad que dentro de unos días albergará los Juegos Olímpicos, sufrió un apagón antológico, de esos que pasan a la pequeña historia de todas las ciudades.
 
A media mañana la central de Lavrion, a unos 80 kilómetros de la capital, colapsó sin remedio. La ciudad, habitada por más de cuatro millones de almas en pena por la canícula estival, se quedó en su totalidad sin suministro eléctrico. Los semáforos dejaron de cambiar del verde al rojo, los aparatos de aire acondicionado cortaron su flujo de aire fresco, los frigoríficos se declararon en huelga y el metro, el nuevo y flamante suburbano ateniense, se atascó en sus recién horadados túneles. El mismísimo ministro de transportes, Michalis Liapis, fue víctima inesperada del caos al encontrarse en esos momentos inaugurando una estación del metro. Otros lo pasaron peor, en los numerosos ascensores de Atenas se quedaron colgados miles de ciudadanos durante varias horas.
 
Que Atenas retrocediese cien años en apenas un segundo pasó a la primera plana de las noticias por tratarse de la próxima sede olímpica. Sin embargo los apagones se distribuyen de manera equitativa e igualmente dramática por todo el viejo continente. En agosto del pasado año Londres padeció otro severo corte de energía que dejó varados en las entrañas de la City a sus célebres coches de metro color plata. Los italianos sufrieron a lo largo del mismo verano dos cortes masivos de electricidad, uno de los cuales se extendió durante 18 interminables horas. En España, en el plazo de mes y medio, hemos comprobado como se ha hecho la oscuridad durante varias jornadas coincidentes con la ola de calor de finales de junio. Y por acercarnos más, hace sólo unos días una subestación madrileña ardió como una tea dejando a un barrio entero fuera de la red eléctrica. En Francia la cosa va por otro lado, los trabajadores del monopolio estatal consideraron que el mejor modo de conservar sus empleos era dejar a medio país sin luz. Lo innegable es que británicos, italianos, españoles y franceses venimos sufriendo cortes de luz intermitentes sin que nadie diga ni haga nada al respecto.
 
La energía en Europa está, al menos oficialmente, liberalizada. Sin embargo, a juicio de los expertos lo que falta es competencia. Como en tantas otras cosas, en la Unión Europea sobran directrices y escasean realidades que hagan del mercado algo tangible. Apenas unas pocas compañías por país que, además, no disponen de conexiones internacionales del porte adecuado para hacer efectivo un mercado común eléctrico.
 
Por otro lado la capacidad europea de generación está seriamente tocada. Nuestras centrales son antiguas, la mitad tiene más de 25 años de edad, y por lo general o poco productivas o muy contaminantes, o ambas cosas. Con las estrictas regulaciones ambientales de la Unión y las exigencias de Kyoto para reducir emisiones, el panorama se oscurece aún más. La alternativa nuclear, la única posible, sólo se ha tomado en cuenta en la estatalizada Francia y en la marginal Finlandia. Las térmicas convencionales son sucias y poco populares. Las de ciclo combinado, por las que ha apostado España, conducen a una peligrosa dependencia energética de los inestables países del norte de África. Las famosas renovables, eólica y solar, son un puro experimento improductivo pero muy del gusto de los burócratas bruselinos, más preocupados por hacerse la foto en la inauguración de un parque eólico que por facilitar el suministro eléctrico a sus conciudadanos.
 
Decir por tanto que la energía en Europa está liberalizada es una vulgar falacia, una más de las muchas que tragamos sin contemplaciones. Un mercado en el que la generación está presa de mil regulaciones y la distribución es un hervidero de directrices no es un mercado abierto, es una merienda de negros al arbitrio de unos funcionarios pagados de sí mismos y contagiados de medioambientalitis crónica y regulativitis aguda.

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