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Pocos días después de que Álvaro Cuesta, portavoz del PSOE en la Comisión del 11-M, dijera que “la antesala del golpismo es la deslegitimación de los resultados electorales”, al otro lado del Atlántico, en la Convención del Partido Demócrata, Clinton y Gore ponían en duda la limpieza del recuento de votos del 2000. No era la primera vez. Los demócratas tragaron de mala gana su derrota, y de entonces acá no han cesado de insinuar que hubo fraude. El próximo noviembre quieren asegurarse “de que esta vez se cuentan todos los votos” y han pedido observadores a la ONU, madre de todas las democracias. Pena que no se los alquilen a Hugo Chávez, que cuenta con un plantel de auténticos imparciales.
 
Hasta ahora, los puyazos de los demócratas parecían simple regurgitación de la espina de Florida y demagogia para ir tirando, pero la doctrina Cuesta, concebida para contrarrestar la especie de que su partido ganó gracias a una masacre, nos ha abierto los ojos: Clinton, Gore y otros de la familia se sientan en ese cuarto, no necesariamente de banderas, desde el que se instiga la revuelta contra los resultados que arrojan las urnas. Golpistas potenciales son esos señores. Y con ellos, los analistas, intelectuales, artistas y gentes de a pie que han sostenido que Bush llegó a la Casa Blanca merced a un tongo digno de Obiang y sus muchachos.
 
Es de esperar, por el señor Cuesta, que no haya ningún miembro del PSOE en esa tropa de deslegitimadores, pues le aparecerían a su doctrina algunos agujeros. Y para agujeros estamos, cuando ya sobran los que ha ido cavando, en su breve andadura, la Comisión de la que forma parte. Yo no voy a tirar de hemeroteca, pues al igual que a sus señorías, me ronda el espíritu vacacional. Pero puedo decir de memoria que la coalición Galeusca acusó al PP de trapichear con votos de las europeas al quedarse sin su tercer escaño. También deslegitimaron. Otros golpistas disfrazados de corderos.
 
España ha tenido el mal fario de inaugurar la era de los atentados en vísperas electorales, una lamentable novedad que pone a las democracias en la tesitura de reflexionar sobre asuntos importantes, como si deben suspenderse las elecciones en esos trances. Así que no hay que rasgarse las vestiduras ni ponerse tan melindrosos si se discute todo, también la legitimidad moral de la victoria socialista. Al desquiciarse se ponen en evidencia: saltan airados porque saben que las maniobras del PSOE aquellos días tienen visos de conspiración. Pero también saben que el espantajo golpista aún produce cierto efecto en una democracia acomplejada, en la que persiste el temor a la confrontación política, y suele confundirse democracia con “la tiranía de la mayoría”.
 
Los socialistas grabaron un día una casete con la gaita del golpismo, y ahora la ponen siempre en la antesala de los grandes debates para ahogar el ruido de sus propios enredos. En este caso, olvidan interesadamente a unos auténticos y no imaginarios golpistas: los que maquinaron la masacre de Madrid.

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