Era un genio, razón de que lo intuyera antes que nadie. Así nos lo advirtió a quienes habríamos de nacer ciento cincuenta años después: “No dejéis que las doctrinas afeminadas de los modernos fabricantes de cultura os enternezcan demasiado”. Si los organizadores del Forum de Barcelona supiesen quién fue, lo declararían persona non grata y quemarían su efigie en aquelarre nocturno, con salvoconducto municipal para colar en el evento botellines de agua y bocadillos de mortadela. Pero Goethe les suena a suplente comunitario de la plantilla del Barça B, de ahí que se haya salvado.
Ahora es un lugar común, pero él fue el primero en darse cuenta de que otro mundo era posible. Por ejemplo, que la cultura podría ser Ray Loriga presumiendo de no haber pisado un aula en su vida; y demostrándolo orgulloso cada vez que abre la boca. Aunque sólo sea por eso, es inexcusable escuchar a uno de los pocos discípulos que le quedan a aquel alemán entre los vivos: Paul Johnson. Porque ese viejo inglés es el último europeo. El único entre los nuestros que todavía nos recuerda lo que fuimos; que una vez nosotros creamos la Civilización; y que hubo un tiempo en el que nuestras universidades ignoraban a Ferran Adrià y rendían culto al tal Goethe. Pero, sobre todo, hay que prestarle atención porque ha alcanzado esa edad en la que un hombre ya puede decir la verdad impunemente.
Ayer, habló de España para un periódico argentino, La Nación. Su explicación de lo que ocurrió aquí es simple: ganó el partido de los cobardes después de que unos árabes colocaran las bombas de Madrid. El análisis no es del todo acertado: los que colocaron los explosivos eran marroquíes, no árabes. Por lo demás, Johnson no ha querido extenderse sobre el asunto. Seguramente, porque cree que no hay nada más que añadir.