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Juan Carlos Girauta

Vidas de santos

Por si no fuera suficiente con las renuncias que su gesto conlleva, con las privaciones a las que somete su futuro sin que nadie se lo haya pedido, Gallardón ha escogido, de modo significativo, a los medios de Prisa para comunicar su decisión.

Gallardón tiene un espíritu de sacrificio inconmensurable. En otras circunstancias habría sido bombero voluntario, en Normandía habría desembarcado el primero y en Roma habría corrido feliz a servir de aperitivo a los leones. Estos días, en una nueva muestra de altruismo llamada a deslumbrar a los hagiógrafos, sin mirar ni un instante por sus propios intereses, ha dado un paso al frente (¿cuántos van ya?) y ha hecho saber al mundo que está dispuesto –me escuecen los ojos al escribirlo- que está dispuesto, digo, a sentarse a la derecha de Rajoy. De momento.
 
Una oleada de admiración, una emoción electrizante, un contener las lágrimas, una infinita gratitud ha recorrido la piel de toro llenando de orgullo a los seiscientos mil compañeros que se esparcen por el quebradizo territorio nacional. Seiscientos mil seres que notan a su paso el silencio respetuoso, el reconocimiento vicario de las gentes que, al verlos, se dan con el codo y musitan: mira, mira, ahí va un compañero de Gallardón. Y es como si algo de ese halo de entrega, de esa aura irrepetible, tocara de algún modo a cuantos guardan en la cartera un carné del partido del santo madrileño.
 
Por si no fuera suficiente con las renuncias que su gesto conlleva, con las privaciones a las que somete su futuro sin que nadie se lo haya pedido, Gallardón ha escogido, de modo significativo, a los medios de Prisa para comunicar su decisión. Opción que, a nadie se le escapa, ha de multiplicar su dolor. ¡Con lo que ese grupo debe de odiarle! ¿No crucificaron a Aznar? Pues a mí boca abajo, como San Pedro, habrá pensado. Entregándose hoy a los mismos que en el colmo de la iniquidad trataron de hacerle presidente del gobierno en el noventa y seis, manejo crudelísimo que a duras penas superó, Alberto ha ensanchado el martirologio. Dios le bendiga.
 
Confieso que al principio no he entiendo la reacción de Zaplana ("No es hora de hablar de nombres") y Matas ("Rajoy no necesita que le acompañe un líder territorial"). He perdido la mañana meditando sobre estas palabras incomprensibles y hasta me he olvidado de comer. Por fin, una desesperanzada lectura de Gonzalo de Berceo me ha dado la clave: el valenciano y el mallorquín nos están señalando los límites del martirio; no sería justo permitir que siempre se sacrifique el mismo hombre. Pase de él este cáliz; no deseamos su inmolación. Ya es suficiente con la carga de aquella comunidad, de esta monstruosa alcaldía que nadie en su sano juicio desearía. Alberto ya ha sufrido demasiado. Esta vez ha de salvarse, aun contra su voluntad.

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