Releo a Kundera y vuelvo a tropezarme con una frase que subrayé hace veinte años: “La lucha del individuo contra el Estado es el combate de la memoria frente al olvido”. Por alguna razón, esas palabras me llevan a pensar en el pintor Nazario, un juguete roto de aquella Barcelona libertaria de los setenta. Sigue en la Plaza Real. Hace poco lo vi, estaba sentado en la terraza del Glaciar. Ya nadie sabe quién es. La ciudad no lo tiene ni por mestizo, ni por charnego desagradecido, ni por nada. Simplemente, lo ha borrado de sus registros. No existe.
Ayer, Girauta, hablando del franquismo catalán, se preguntaba si nadie se acuerda de lo que fue. La respuesta es no, nadie lo recuerda. La razón es que por ley se estableció la amnesia selectiva. El decretó con el que se suprimía el pasado lo firmó Pujol el día que tomó posesión del Gobierno de la Generalidad. Justo en aquel instante, ni un minuto antes, nació la resistencia nacionalista contra Franco y, de paso, Nazario y su mundo dejaban de pertenecer a la realidad. Hasta hay una fórmula sarcástica, institucional y canónica para referirse a eso; lo llaman recuperar la memoria histórica.
Con Maragall, la norma sigue en vigor y se continúa aplicando cada día. Por ejemplo, si un viejo cura chiflado se declara amigo de ETA, en veinticuatro horas ese fragmento será borrado de los anales, y luego podrá recibir un homenaje público de las autoridades. O si el propio Pujol vuelve a hacer unas declaraciones racistas, todo el mundo se sorprende. Ocurre porque nadie consigue recordar que lleva cuarenta años diciendo y escribiendo lo mismo que manifestó hace unas horas. Y es que el decreto funciona con eficacia; tanta que, ahora mismo, en Barcelona ya no queda el más mínimo rastro público de lo que acaba de decir el ex presidente. Así, quien intente atribuirle esas ideas dentro de tres meses, naturalmente no será creído. La máquina nunca falla. De hecho, la del olvido es la única empresa pública bien gestionada que ha existido en Cataluña durante el último cuarto de siglo.