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¿Nueva política exterior?

Villepin vivió una dulce ensoñación sintiéndose estadista de una gran potencia capaz de hacer frente, cara a cara, al Imperio.

La prensa francesa despierta de su letargo estival con las declaraciones de Michel Barnier, ministro de Asuntos Exteriores, a sus embajadores en la apertura del curso diplomático. El discurso del ministro ha sido atípico. No ha hablado de Estados Unidos ni de la OTAN, ni siquiera ha citado la causa palestina. Barnier ha lanzado una cuchillada contra su predecesor, "Francia no es grande cuando es arrogante, Francia no es fuerte cuando está sola" y un serio aviso a sus funcionarios: el primer objetivo debe ser Europa, estar más presentes en su proceso de construcción, porque "la influencia de nuestro país depende de ello".
 
Los analistas franceses debaten la trascendencia de sus palabras y la prensa norteamericana se hace eco del cambio de tono. Pero ¿qué hay de nuevo en el Quai d’Orsay?
 
Villepin vivió una dulce ensoñación sintiéndose estadista de una gran potencia capaz de hacer frente, cara a cara, al Imperio. Pero ni era estadista ni Francia es la gran potencia que él soñaba. Chirac supo aprovechar la debilidad de Alemania y la opinión mayoritaria de los europeos en contra de la Guerra de Irak para montar su pequeña emboscada contra Estados Unidos y ganar protagonismo. Pero Barnier, un hombre menos propenso a la ensoñación, sabe la poca simpatía que estos juegos gaullistas despiertan entre los europeos, es consciente de las desagradables consecuencias de un cambio de gobierno en Alemania sobre el Eje París-Berlín y conoce la realidad de una Europa más grande y menos francesa.
 
El mensaje es nítido: si Francia quiere ser un actor de referencia debe pensar y actuar más en europeo. Pero sólo eso. El europeismo de Barnier tiene sus límites: "la influencia de nuestro país". Barnier no es Zapatero, ni Borrell ni..., él sí sabe que es francés y que de lo que se trata es de que Francia sea más grande. No hay cambio de estrategia, pero sí de estilo. Si Francia quiere ser fuerte en el concierto de las naciones, y eso lo tienen perfectamente claro unos y otros, debe convencer, atraer, subyugar a los europeos para hacer de la Unión un instrumento al servicio de sus intereses.
 
Nadie puede culpar a los dirigentes franceses de no hablar claro. Lo pueden decir más alto, pero no hay peor sordo que el que no quiere oír, ni europeísta más simple que el que sólo aspira a ser un francés de tercera.

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