El atletismo y la natación son los indiscutibles reyes de unos Juegos Olímpicos, y ambos nos han ofrecido en Atenas 2004 instantes brillantísimos que será difícil olvidar en mucho tiempo. España podrá tener suficientes diplomas olímpicos como para empapelar nuestra embajada en Grecia, pero a partir de mañana le tocará a José María Odriozola, el todopoderoso presidente del atletismo español, hacer un profundo y autocrítico examen de conciencia –él es quien hace y deshace en esa casa– para conocer por qué hemos fallado de la forma en que lo hemos hecho. Nuestro techo en el medallero continúa siendo Barcelona 92, y aunque la progresión de nuestro deporte es innegable, también lo es que la "locomotora" del atletismo no tiró lo suficiente, o al menos no lo que esperábamos al principio.
Y si el atletismo es el deporte rey, la indiscutible princesa ha sido sin duda la veterana atleta británica Kelly Holmes, quien nos regaló dos carreras épicas en las distancias de 800 y 1.500 metros, obteniendo en ambas la medalla de oro y convirtiéndose de paso en la tercera mujer de la historia en lograr una proeza de semejantes características tras las míticas Tatyana Kazankina y Scetlana Masterkova. Todo el mundo, y no sólo nuestra Natalia Rodríguez que hubo de conformarse en la línea de meta con el décimo puesto, se quedó con los ojos como auténticos platos cuando vio el carrerón de una mujer que ya ha cumplido los treinta y cuatro años y a quien una televisión inglesa preguntó sin elegancia alguna, poco antes de partir hacia Atenas, cuándo colgaría definitivamente las zapatillas.