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Lucrecio

Obscenidades

Europa se ha vuelto loca. Niega la realidad que la golpea. Pretende ocultar la cabeza, cuando ya la catástrofe que se cierne sobre ella es irreversible.

Una profunda obscenidad marca el estilo europeo de afrontar las matanzas con que el islamismo ha abierto el horror que, en el inicio de este siglo, ha desplazado al horror, que creíamos terminal, del precedente. Cabe, esa obscenidad, en una como evidencia ante los ojos de los políticos europeos: los muertos no son iguales; no son iguales las víctimas. Dos periodistas franceses en trance de ser asesinados son una tragedia; doce harapientos trabajadores nepalíes asesinados y arrojados en una cuneta por trabajar para ganarse la vida y por ser, además, budistas, eso no pasa, ante los ojos europeos más que por un desagradable accidente meteorológico.
 
Europa se ha vuelto loca. Niega la realidad que la golpea. Pretende ocultar la cabeza, cuando ya la catástrofe que se cierne sobre ella es irreversible. La guerra santa del islamismo contra lo que los ulemas llaman la "conspiración cristiano-judía" no es un conflicto contra Estados Unidos e Israel, como los europeos parecen tanto desearlo. Los islamistas, al menos, no se engañan. Saben que la yihad es la respuesta armada que la doctrina coránica prescribe frente al riesgo de destrucción de la umma, de la comunidad de los creyentes. Y esa destrucción es identificada hoy, por los creyentes islamicos en su conjunto, con la descomposición social y económica de las actuales sociedades musulmanas. Si una doctrina dictada por Dios, en vez de llevar a la sociedad perfecta ha acabado en este marasmo de ruina y atraso, sólo una explicación parece posible o, al menos, no blasfematoria: la conspiración universal de lo demoníaco frente a los devotos. Y eso demoníaco tiene una cristalización casi escénica: las prósperas sociedades capitalistas, a las cuales se da, genéricamente, el epíteto de cristiano-judías. Ese es el diablo que devora a la umma; frente a él no queda más que la yihad, el exterminio sin límite del enemigo de Dios.
 
Nadie, en el mundo no musulmán –y no todos en él– está a salvo de esa oleada de locura exterminadora. Nadie. Ni los pobres desdichados trabajadores nepalíes, ni los anónimos transeúntes de Beersheva, ni los viajeros del metro madrileño, ni los críos de las escuelas primarias rusas. Tampoco, los tan elegantes diplomáticos franceses.

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