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EDITORIAL

Kioto, preámbulo de la ruina

el protocolo no sólo es una engañifa científica sino un programa completo para devastar una economía en tiempo récord.

Decía Groucho Marx en una de sus habituales ocurrencias que la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados. En el caso de la titular de Medio Ambiente, la cuoti-ministra Cristina Narbona, el retruécano del genial actor norteamericano se ajusta como anillo al dedo. La obsesión del nuevo Gobierno de aplicarnos el Protocolo de Kioto cueste lo que cueste es una muestra de ello.
 
El dichoso protocolo que está haciendo correr tanta tinta se firmó hace la friolera de siete años en la ciudad imperial japonesa que le ha dado nombre. El documento no era nuevo sino que bebía de un abstruso convenio sobre el cambio climático aprobado en 1992 en Río de Janeiro al calor de las Naciones Unidas. Tanto el protocolo como todas sus derivaciones posteriores plasmadas en los acuerdos de Marrakech de 2001 están basadas en informes y análisis científicos que, como mínimo, pueden calificarse de dudosos. Los firmantes se tragaron sin pestañear un cuento catastrofista fabricado para la ocasión por las organizaciones ecologistas sabiamente travestidas como "Comunidad Científica".
 
Pero sin entrar en consideraciones que requerirían espacio y tiempo, el protocolo no sólo es una engañifa científica sino un programa completo para devastar una economía en tiempo récord. Aplicar el protocolo en España nos saldría muy caro. Las previsiones calculan que vendría a costar 225 millones de euros y aun así se quedan cortas porque no se tiene en cuenta el coste oportunidad de la aplicación, es decir, la cantidad de riqueza que se va a dejar de crear por culpa de las limitaciones a la emisión condensadas en el protocolo. Llevado al lenguaje común este argumento equivaldría a que muchos futuros empresarios se plantearan serlo con una legislación inspirada en los absurdos compromisos de Kioto.
 
Si, por ejemplo, un emprendedor decide invertir en una planta de procesado de papel no podrá hacerlo a no ser que compre previamente los derechos de emisión a otro empresario que, para vendérselos, tendrá que cesar su actividad. Algo así como "quítate tu para ponerme yo". Este principio es aplicable también a los Estados. España, cuyo límite está fijado en un incremento de emisiones de un 15% de 1990 a 2012, si desea emitir más habrá de comprar esos derechos a otros países que estén en límites más bajos como, por ejemplo, Marruecos. Absolutamente demencial. Esta es la esencia de Kioto por mucho que Narbona y sus adláteres del ministerio y organizaciones asimiladas intenten ocultarlo tras una gruesa cortina de demagogia ecologista y sentimentalismo hippy.
 
Pero las ramificaciones de Kioto no sólo tocan la fibra industrial sino que, al tratarse de un compromiso sobre emisiones, afectan de lleno al sector energético, sangre que suministra el oxígeno imprescindible para la supervivencia de cualquier economía. Cerrada la posibilidad de ampliar el parque nuclear, que no emite CO2, para poner el país en funcionamiento los mandarines de Medio Ambiente confían en unas energías renovables que están en pañales y que, ni de lejos, atienden a la demanda de energía. El resultado de tal cuello de botella será una subida continua de los precios de la energía y la consiguiente transmisión en cadena al resto de sectores. Muy probablemente al final del plan nuestro país no emitirá nada pero no por buena voluntad sino porque estará a oscuras y con la economía arrasada.
 
El otro punto al que Kioto afecta es el del transporte, ya sea aéreo, marítimo, ferroviario o rodado. Los aviones seguirán volando gracias al queroseno porque no hay fuente energética renovable que levante a un Airbus 340 del suelo y lo mantenga en el aire 14.000 kilómetros. Con la marina mercante sucede algo parecido, a no ser que nuestra flota regrese a la edad de la navegación a vela. En el caso del tráfico rodado, para llevar a buen puerto los planes de la ministra, sería preciso aumentar los impuestos de los carburantes u obligar a la gente a dejar el coche en casa. O ambas cosas. La industria automovilística, uno de los motores de la economía, se vería seriamente comprometida y, seguramente, tendría que aligerar las plantillas.
 
Hacer experimentos de universitario fanfarrón con una nación de 42 millones de habitantes y una de las economías más dinámicas del globo es una temeridad que, más temprano que tarde, pasará su inevitable factura. Y esa factura la pagamos todos.

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