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Lucrecio

Ciudad deshabitada

Ni una manifestación, ni una demostración de ira contra los asesinos. Y un insulto sin precedentes; el de un Javier Solana a quien uno no sabe ya si necio o desalmado

Trato de imaginar Beslán. Tal como debió ser anteayer, al inicio del curso escolar. Una ciudad sin niños. Y quisiera ser muy frío; porque hacer sentimentalismo acerca de lo que es el mal en su estado más puro, sería imperdonablemente obsceno. Pocas veces el absoluto puede ser presencializado de un modo tan insoportable cuanto lo fue el mes pasado en Osetia del Norte.
 
Trato de imaginarlo. Fracaso en ello. Nada, por más desolador, que conozcamos equivale a la gravedad de esas escuelas vacías, a la impensable severidad de calles y de casas sin la algarabía que ponen las voces desordenadas de los niños. Se me queda una como sequedad anímica no carente de culpa: todo ha ido más lejos en el dolor de cuanto supimos prever. No es ésta ya una barbarie política es la ferocidad que sólo cabe en la forma cerrada de una teología del mal.
 
Sí sé otra cosa. En lo moral, por lo menos tan devastadora como las balas y las bombas de los asesinos. La complacida indiferencia que hacia ese acontecimiento enorme ha exhibido una Europa demasiado complacida en su bendito pacifismo para dejar que doscientos niños asesinados, a sangre fría, por los islamistas puedan alterarla.
 
Ni una manifestación, ni una demostración de ira contra los asesinos. Y un insulto sin precedentes; el de un Javier Solana a quien uno no sabe ya si necio o desalmado: una violencia así –dice el socialista español– jamás podría producirse en Europa. Uno se avergüenza de ser europeo. Es duro tener que comprobar hasta qué subsuelo de vileza hemos caído.
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