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EDITORIAL

Una victoria de la civilización occidental

La figura de Kerry, a pesar de sus defectos, no se merecía la esperanza que tantos enemigos interiores y exteriores de la sociedad abierta, en general, y de los Estados Unidos, muy en particular, habían depositado en su victoria

La victoria de Bush es mucho más importante que la que hubiera podido resultar de no haberla precedido la infame campaña de descrédito dirigida contra él. Sin mediar la guerra que el integrismo islámico ha declarado a la civilización occidental, ni la victoria de Bush nos hubiera causado el grado de entusiasmo que nos causa, ni la derrota de Kerry el innegable alivio que experimentamos. Los defectos y virtudes que acompañan a Bush y Kerry hubieran adquirido otras dimensiones si hubieran tenido que desenvolverse en otras circunstancias menos dramáticas que las que vive el mundo libre por culpa del terror islámico.
 
La figura de Kerry, a pesar de sus innegables incosistencias, contradicciones y falta de coherencia, no se merecía la esperanza que tantos enemigos interiores y exteriores de la sociedad abierta, en general, y de los Estados Unidos, muy en particular, habían depositado en su victoria. Pero esa lamentable esperanza, aunque injustificada en parte, era muy real, y no deja de ser un motivo de celebración el haberla visto ahora frustrada.
 
Recuérdese, por otra parte, que Bush llegó por primera vez a la presidencia de los Estados Unidos con la convicción de que el colapso de la amenaza que para las democracias había constituido el totalitarismo y expansionismo socialista, permitiría entonces al Gobierno estadounidense recluirse en asuntos domésticos, retraerse de la escena internacional y disfrutar y generar todavía mayor prosperidad. Sin embargo, tras el 11-S, Bush comprendió de inmediato que, como símbolo de la civilización occidental, a su país se le había declarado la guerra y que, como toda guerra, no se podría librar con meras acciones judiciales y policiales. Aparcó, pues, el tradicional aislacionismo republicano que desaconsejaba a sus gobernantes “salir a matar los monstruos que habitan fuera de nuestras fronteras”. El 11-S demostraba que había monstruos que las podían atravesar y monstruos instalados en el poder con voluntad de dotarse con armamento aun más mortífero que el que constituía unos aviones estrellados contra unos rascacielos.
 
El deber de injerencia, la legitimación de derrocar por la fuerza a regímenes que se sustentaban en la fuerza y que oprimían a sus ciudadanos, se vio reforzado con el deber de la legítima defensa. Lo que antes había sido tolerable —la continuidad en el poder de genocidas que habían utilizado impunemente armas de destrucción masiva contra sus vecinos y contra su propia población y que habían apoyado, financiado y entrenado a organizaciones terroristas— empezó a verse como un riesgo inasumible. La continuidad de una dictadura como la de Sadam Hussein no era una causa por la que merecía la pena correr riesgo alguno. Para que la libertad fuera verdaderamente duradera en Occidente, había además que injertarla también en latitudes que la desconocían por completo y donde sólo se generaba odio contra nuestra civilización. La campaña militar en Irak jamás se hubiera emprendido sin el inagotable idealismo que anida en la sociedad norteamericana y el entusiasmo con el que los norteamericanos son capaces de asumir los sacrificios que exige la causa de la libertad.
 
Para nosotros que los iraquíes tengan en el horizonte la posibilidad de acudir a unas elecciones, es un hecho que ya de por sí hace que Bush merezca haberlas ganado en EEUU. La guerra contra el terror islámico y el expansionismo del mundo libre por el que inevitablemente pasa su victoria, es una de esas “causas grandes y arduas” que, como decía Balmes, "requieren voluntad decidida, acción vigorosa, cabeza de hielo, corazón de fuego y mano de hierro”. La mayoría de los norteamericanos han reconocido esas virtudes en la persona de Bush. Muchos españoles, también.

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