El centrocampista alemán Bernd Schuster es el último futbolista que yo recuerdo capaz de pasarle con exactitud milimétrica el balón a treinta metros a otro compañero. Era un auténtico placer verle jugar y moverse como un felino sobre el terreno de juego; por eso Zinedine Zidane le recuerda a él mismo cuando era más jóven. El "pipo" Baraja dijo hace algún tiempo que, mientras los demás corrían, Zizou flotaba sobre el césped. Me parece bastante aproximado afirmar que Schuster, como haría el francés mucho tiempo después que él, también flotaba sigilosamente y que, de vez en cuando, lanzaba un "latigazo", una repentina descarga eléctrica que removía en sus asientos a los aficionados y que le otorgaba de repente al juego del fútbol un sentido lógico. Todos gritábamos entonces desde la grada un alto "¡claro!", igual que el filósofo griego exclamaba "¡eureka!" tras descifrar un complejo y profundo pensamiento.
Schuster era capaz de completar el "cubo de Rubick" futbolístico en un tiempo récord; ya no quedan jugadores como áquel. El único problema que tenía Bernardo es que era más raro que un perro verde, un tipo que mandaba a su mujer como avanzadilla para que negociara sus contratos por él, y que luego era realmente insoportable dentro del vestuario. Schuster, que sobre el terreno de juego era profundamente solidario, se convertía paradójicamente fuera de él en un hombre inaccesible, una continua fuente de problemas para sus sucesivos entrenadores. Es curioso que, en su nueva faceta de entrenador, Bernd Schuster se haya "socializado".