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Lucrecio

Ibarra como Otegui

Imaginen lo que hubiera hecho Garzón, si Otegui hubiera soltado acerca del 11 M, por ejemplo, la mitad de las barbaridades que ha largado el presidente extremeño a raíz del caso GAL-Vera

Lo más grave de la España contemporánea, lo que más degrada esto que a algunos nos da vergüenza llamar democracia, es la acumulación de constancias en torno a un presupuesto insultantemente anticonstitucional: que los políticos están por encima de la ley; que son, en la literalidad etimológica, una secta de forajidos. Y que ni la molestia de disimular esa impunidad se toman.
 
Pero lo de Rodríguez Ibarra es excesivo. Hasta para un partido tan podrido de delincuentes –alguno de ellos con el rango de ministro, otros varios con distintas altas jerarquías ejercidas en los tenebrosos años González– como el PSOE, la permanente autoacusación del presidente extremeño debe ser espeluznante. Sin embargo, para los ciudadanos, hay algo infinitamente más grave: que, hasta fecha de hoy, la fiscalía no haya intervenido de oficio, ante la más que presunta comisión de delitos que, asumida por otro que no fuera un presidente autonómico, hubiera dado ya con los huesos del apologista en la prisión preventiva.
 
Seamos claros: lo que define a una auténtica democracia constitucional es que la ley se aplique al más sanguinario de los terroristas con el mismo –exactamente el mismo– rigor que al más elevado de los jerarcas políticos o económicos. En España, eso debiera significar que la aplicación del código penal sea idéntica para un dirigente de ETA o un yihadista de Al Qaeda que para un ministro; o que para un presidente autonómico. En rigor constitucional, iguales son ante la ley Josu Ternera y Juan Carlos Rodríguez Ibarra. Sin eso, no existiría verdadera garantía para nadie. Ante la ley, ninguna preeminencia tiene Ibarra sobre Otegui. Ni nadie sobre nadie. Imaginen lo que hubiera hecho Garzón, si Otegui hubiera soltado acerca del 11 M, por ejemplo, la mitad de las barbaridades que ha largado el presidente extremeño a raíz del caso GAL-Vera.
 
Ahora bien, el código penal español recoge el delito de apología del terrorismo. Se introdujo, es cierto, en función de la necesidad de poner coto a las actividades de ETA. Pero una vez legislado, afecta por igual a todos –insisto, a todos– los ciudadanos españoles. Desde el presidente del Gobierno hasta el último muerto de hambre tirado en una acera. A Rodríguez Ibarra, también.
 
Es aterrador que delincuentes con sentencia firme, como Barrionuevo o Vera, anden tranquilamente por la calle. Lo es infinitamente más que un presidente autonómico pueda cantar loas al crimen. Y que le salga gratis. Absolutamente gratis.

En España

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