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Carlos Semprún Maura

Los escombros de un imperio

En cuanto a la orientación de la política de sus ex colonias se fundamentó en intervenciones militares, cuando París lo considerase necesario

En 1960, el general de Gaulle, aún enfrascado en la guerra de Argelia, tuvo una idea que consideró genial: iba a conceder la independencia a las colonias francesas, lo cual le daría prestigio en el Tercer Mundo, muy crítico con Francia, debido, precisamente, a las barbaridades cometidas por su ejército en tierras argelinas. Esta iniciativa gaullista se inspiraba, más o menos, en el Commonwealth británico
 
No consistía en una generosa descolonización decidida desde París, porque la mayoría de las colonias francesas –no todas–, si bien accedían a los símbolos de la independencia y a un estatuto jurídico adecuado, se comprometían a mantener lazos privilegiados con la antigua potencia colonial. Toda una serie de acuerdos comerciales, económicos, políticos y hasta militares, mantenían relaciones estrechas y peculiares entre las ex colonias y la ex metrópoli. Francia, de este modo, se desembarazaba de los gastos inherentes a la colonización; vías de comunicación, transportes, escuelas, hospitales, etcétera, que pasarían a cargo de los gobiernos nacionales, pero conservaban sus privilegios en cuanto a la explotación y comercialización de materias primas
 
En cuanto a la orientación de la política de sus ex colonias se fundamentó en intervenciones militares, cuando París lo considerase necesario. Pero la base de todo el sistema neocolonial era, y es, la corrupción: desde hace más de cuarenta años, Francia subvenciona gobiernos, jefes de estado, sean estos dictadores o no, con tal de seguir beneficiándose con prioridad de las riquezas de esos países (el petróleo, desde luego, pero no sólo el petróleo). Una tal política de mordidas, tenía que producir sus escándalos, como los de E.L.F., algunos de cuyos ex dirigentes siguen en la cárcel (Le Floch Pringent, Alfred Sirven, etcétera), pero sobre todo han conducido a disturbios y creado un lógico descontento.
 
Países como Senegal y Costa de Marfil, que fueron relativamente prósperos y pacíficos, han entrado en un ciclo de violencias y disturbios cuya solución resulta difícil. La actualidad nos impone decir brevemente algo sobre la Costa de Marfil: hace unos dos años los musulmanes del Norte, ayudados discretamente por Libia, se revelaron contra el gobierno del presidente Gbagbo (cuyo partido es miembro de la internacional Socialista, y quien llegó a la presidencia tras diversos motines), y lograron triunfar en más de la mitad del país, el Norte y el Oeste. Debido a violentas manifestaciones antifrancesas, París envíó tropas para proteger a sus compatriotas. Para poner fin al conflicto reunió en Marcoussis, cerca de París, a representantes de ambos bandos, y les dictó lo que tenían que hacer, no como país amigo, sino como potencia dominante.
 
Resulta que los acuerdos de Marcoussis, en seguida se conviertieron en papel mojado, y recientemente se han reanudado los disturbios, pero esta vez mucho más graves y violentos. La aviación marfileña (2 aviones y tres helicópteros, o algo así) bombardea una base francesa y mata a nueve soldados, en represalia Chirac ordena la destrucción de la "aviación" marfileña, y su orden se cumple. Pero las manifestaciones violentas, los incendios, los atropellos, violaciones y otras barbaridades crean pánico, y más de la mitad de los residentes franceses (8332, por ahora) huyen y se refugian en París. Francia envía nuevas tropas, pero sigue en un callejón sin salida. Como siempre, el presidente Gbagbo se pasa de listo: un día pide a los empresarios franceses que han huido, que vuelvan, y al día siguiente acusa al ejército francés de atrocidades, con matanzas y decapitaciones de civiles marfileños. Y la ONU bendice la política francesa. Pero, ¿qué política?

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