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Gabriel Calzada

Desgraciadas acciones

Siendo así de escuálidos los argumentos de los bien alimentados ecologistas, resulta insultante que hayan gastado alrededor de 500 millones de dólares entre 1996 y 2001 en su ciega lucha contra los alimentos transgénicos

El pasado día 25 se celebró en EEUU, como cada último jueves de noviembre, el Día de Acción de Gracias. Al margen de su motivo originario los estadounidenses agradecen hoy en día disponer de tantos alimentos como puedan necesitar. El que los descendientes de aquellos emigrantes europeos que tanto tuvieron que trabajar para no morir de hambre vivan hoy con tal desahogo alimenticio tiene dos motivos fundamentales. En primer lugar, unas condiciones institucionales que se resumen en el respeto a la propiedad privada y que explican el desarrollo económico de cualquier región del mundo. En segundo lugar, el incremento de la productividad en la producción de alimentos logrado a través de innovaciones cuyo surgimiento ha incentivado ese mismo respeto a la propiedad privada y que se concretan en adelantos como el riego por goteo, la canalización del agua, el desarrollo de insecticidas y fertilizantes o el uso generalizado de tracción mecánica.
 
Sin embargo, las organizaciones ecologistas y otras muchas que dicen ayudar a los pobres del mundo, atacan sin descanso la última y más productiva de las innovaciones en la industria alimenticia que promete reducir drásticamente y a escala planetaria la severa escasez de alimentos que padecen 777 millones de personas. Se trata de la manipulación genética de los alimentos. El lento proceso de mejora de las características genéticas de los alimentos que iniciara Gregor Mendel, un monje austriaco del siglo XIX,  ha sido perfeccionado hasta puntos inimaginables hace muy pocos años. Por ejemplo, los agricultores de EEUU están ahorrando unos 200 millones de dólares anuales gracias al cultivo de granos transgénicos que permiten reducir sustancialmente el tamaño de las plantaciones para la obtención de un volumen de producto final determinado. Otro tanto han ahorrado los cultivadores de algodón con la reducción de los insecticidas que permite la aplicación de la biotecnología a las plantaciones de algodón. Y no menos importante es la aplicación de la biotecnología que permite eliminar las reacciones alérgicas a multitud de alimentos.
 
Según el International Food Policy Research Institute, para que la población mundial pueda alimentarse y tener una dieta variada, la producción de alimentos tendrá que aumentar un 40 por ciento en los próximos 20 anos. Indudablemente, ese objetivo será muy difícil de alcanzar sin el uso de la biotecnología. El uso de plantas modificadas genéticamente que resistan las sequías es una de las muchas maneras en que la biotecnología podría contribuir a lograr ese objetivo. Pero si los alimentos modificados genéticamente (AMG) pueden representar una bendición para los seres humanos, especialmente para los mas pobres, ¿por que hay movimientos radicales que los rechazan e intentan que se use el poder coactivo del estado para lograr su prohibicion llegándose a aliar para conseguirlo con los mas crueles tiranos? La respuesta última posiblemente sólo pueda encontrarse en un odio visceral al sistema capitalista. Sin embargo, el movimiento contrario a la modificación genética de los alimentos argumentan que la biotecnología podría conducirnos a un sombrío mundo en el que las personas que consuman estos productos podrían desarrollar extrañas patologías, en el que los insectos podrían hacerse resistentes a las toxinas que incorporan algunas plantas, en el que diversas especies animales podrían verse gravemente afectadas debido al contacto con el polen de las plantas modificadas, o en el que las plantaciones biotecnológicas invadirían y expulsarían a las tradicionales.
 
Sin embargo, estos argumentos no parecen poder invadir las mentes de la comunidad investigadora y permanecen enclaustrados en la fantasiosa mente de un movimiento más interesado en el activismo político que en la verdad científica. Como estos argumentos jamás han podido ser probados y, muy al contrario, han sido refutados estudio tras estudio por las más prestigiosas instituciones investigadoras, la muleta en la que astutamente se apoya el movimiento contrario a los alimentos modificados genéticamente es la peligrosa defensa del principio de precaución. La aplicación de ese principio al campo de la biotecnología no solo revierte la carga de la prueba en cuanto a hipotéticos efectos secundarios derivados de la plantación o el consumo de estos productos sino que pervierte el sentido común y el mas elemental sentido de la precaución al suponer efectos dañinos de los AMG hasta que no se demuestre su total inocuidad. Ni siquiera el hecho significativo de que la Organización Mundial de la Salud, frecuente defensora del dogma ecologista, haya declarado que los AMG que pueden encontrarse en el mercado han pasado las más exigentes pruebas de inocuidad –bastante más exigentes que las que pasan los alimentos tradicionales o los biológicos– parece ser una razón suficiente para parar el empeño de estos radicales por prohibirlos.
 
Siendo así de escuálidos los argumentos de los bien alimentados ecologistas, resulta insultante que hayan gastado alrededor de 500 millones de dólares entre 1996 y 2001 en su ciega lucha contra los alimentos transgénicos y, de paso, contra la erradicación de las hambrunas. En fechas como el Día de Acción de Gracias, resaltan las desgraciadas acciones de los ecologistas y a uno sólo le queda una vaga esperanza de que celebraciones como esta hagan reflexionar a algunos de los fanatizados activistas que magnifican la importancia que otorgan a despreciables e improbables efectos secundarios derivados de la modificación genética de los alimentos mientras que minimizan la importancia de los transgénicos para la vida de millones de seres humanos.
 
Gabriel Calzada es representante del CNE para España.

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