Menú
Álvaro Martín

Faluya en Washington

Ambas instancias son justificadamente notables por su oposición a la primera Administración Bush y a la política de su Presidente.

En las últimas semanas se han sucedido los relevos en la Administración Bush. Todos ellos esperados, excepto, aparentemente por los medios de comunicación que afectan sorpresa y presentan como "dimisiones" –no sin insinuar masivos desacuerdos con el Presidente– lo que es una práctica inveterada de la política americana. El segundo mandato de un Presidente americano es una nueva Administración. Es muy poco frecuente que, por poner un ejemplo, un Secretario de Estado esté más de un cuatrienio. Ninguno de los más célebres, desde Thomas Jefferson hasta Henry Kissinger, pasando por George Marshall o Dean Acheson, ha servido como tal en más de una Administración.
 
Los relevos y nombramientos más llamativos para la opinión pública y publicada son los producidos precisamente en el Departamento de Estado y en la CIA. Ambas instancias son justificadamente notables por su oposición a la primera Administración Bush y a la política de su Presidente. Particularmente, la sede de la Agencia Central de Inteligencia en Langley es conocida como la Falujah of the Beltway, reducto inexpugnable de la animosidad anti-Bush. Es muy divertido recordar como la CIA, aquella organización que gobernaba el mundo desde un lugar secreto y que inspiraba el terror en todos los delicados corazones bien pensantes que en el mundo son, se ha convertido en un dorado paladín, el último bastión progresista contra la hegemonía neocon. Ciertamente, se ganó esos galones durante la campaña electoral, durante la que hizo lo imposible –y lo ilegal también– para impedir la reelección de George Bush.
 
Pero eso sólo es marginalmente más divertido que el cambio de discurso del Partido Demócrata y de la prensa. En Washington, la acusación hasta hace unos meses contra el equipo de política exterior de la Administración es que era disfuncional e incoherente, con las sensibilidades enfrentadas de los Departamentos de Estado y de Defensa, la CIA por su lado y la Casa Blanca por el suyo. La nueva acusación es que el equipo actual, con la doctora Rice en el Departamento de Estado y Porter Goss al frente de la CIA es que ambos son leales al Presidente y que el nuevo equipo es coherente con la visión política de Bush, por tanto, funcional y, por ende, condenable. Los medios, escandalizados, protestan por la sintonía de los nombrados con el Presidente Bush, objetando a la falta de contrapeso en la Administración después de la salida del Secretario Powell. Al parecer, en su estimación, determinadas agencias federales son poderes autónomos del Estado cuya función es practicar la oposición a la Administración republicana de turno y no, como dictan la Constitución americana y el sentido común, parte del Ejecutivo a las órdenes del Presidente.
 
Colin Powell es un hombre inteligente y capaz. Es también un experto burócrata, superviviente de muchas Administraciones y popular con los medios. No es ningún secreto que Powell se labró esa popularidad, en especial en los últimos años, a base de decir una cosa al Presidente y una buena cantidad de cosas diferentes a la prensa, siempre en abono de la narrativa de que él era el miembro moderado y elegante, aunque leal, del Gabinete. Powell ha sido muy respetado y querido por la burocracia del Departamento de Estado, institucionalmente en las antípodas ideológicas de la Administración. Eso se debe, en no escasa medida, a que ha representado los intereses e ideología del Departamento ante la Administración antes que trasladado al Departamento y hecho ejecutar por éste la política de la Administración. Puede perfectamente argumentarse que la insistencia de Powell a que Bush llegara a Irak por la vía de la ONU fue un pésimo servicio al Presidente: no sólo deslegitimó expresamente la intervención, ayudando a generar un movimiento pacifista (anti-americano, por otro nombre) que apenas existía hasta la premiosa marcha hacia la guerra, sino que, dilatando en más de medio año la operación, diluyó por completo para la opinión pública la continuidad conceptual y cronológica con la guerra global contra el terror.
 
En cuanto al establishment de la CIA, sus protestas de dignidad ofendida por la llegada de Porter Goss y la determinación de éste de reformar sus métodos de trabajo suenan a hueco. Ésta es la misma agencia que no se enteró del 11 de septiembre y la misma que aseguró al Presidente la existencia de armas de destrucción masiva en Irak. La CIA tampoco ha sido más efectiva con su verdadera prioridad: conseguir la elección de John Kerry. Pero a fe que lo ha intentado. Langley ha filtrado selectivamente todo tipo de análisis negativos sobre el futuro de Irak en las últimas semanas de campaña electoral, pero el punto álgido de la campaña fue la publicación en junio pasado de un libro, Imperial hubris: why the west is loosing the war on terror (Soberbia Imperial: Por qué Occidente pierde la Guerra contra el Terror), por un funcionario de la CIA donde, predeciblemente, se alegaba que la guerra en Irak fue un regalo para Bin Laden y que la Administración fue incompetente en su conducción de la campaña en Afganistán. El funcionario firmaba como Anonimous y tuvo barra libre en la prensa y (sí) televisión hasta que tuvo la ocurrencia de empezar a criticar a la propia CIA, momento en que la Agencia decidió atar corto al, para entonces, no tan anónimo autor.
 
Lo que queda para la historia más detestable de la reacción de la prensa progresista, por así llamarla, es la proliferación de estereotipos racistas y sexistas con que individuos como Ted Rall saludaron el nombramiento de Rice, un día describiéndola como la sirvienta de "Lo que el Viento se Llevó" y al siguiente pidiendo que le buscaran un novio. Se ve que los derechos civiles se acaban para la izquierda cuando las personas se resisten a ser estereotipos.
 
Pero esto no es nuevo. Bush sabe que la Faluya informativa existe fuera de Washington. Y es una intifada permanente.

En Internacional

    0
    comentarios