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EDITORIAL

Filtraciones en ridículo

El País, por su parte, ha dado una nueva dentellada a la poca credibilidad que ya le restaba después de tantos años sirviendo en exclusiva a los intereses y manejos de un partido político

Una de las razones de ser más poderosas del actual Gabinete socialista es gobernar contra sus predecesores en el cargo. De esto vienen dando muestras los ministros desde casi el primer minuto en que tomaron posesión y parece que la cosa no remite sino que va a más. Hace dos días, el diario progubernamental y maniobrero dirigido por Jesús Ceberio, dio una exclusiva en la que, con todo lujo de detalles, informaba a sus lectores del desorbitado seguro que Federico Trillo tenía contratado para su persona con cargo al presupuesto. Durante todo el día, el imperio mediático de PRISA se regodeó en la exclusiva haciendo sonar toda su trompetería por radio, televisión e Internet. Lo grave no era, según los predicadores prisaicos, que el ministro de Defensa tuviese un seguro, sino que éste contrastaba en cuantía con el que había suscrito para los miembros de las Fuerzas Armadas.
 
La exclusiva no era producto de una detenida investigación sino de una filtración del mismo ministerio de Defensa que traía como trasfondo, una vez más, el fantasma del trágico accidente del Yak-42, triste desgracia para nuestro Ejército que, sin embargo, buenos réditos le está dando al Gobierno salido de las urnas el 14-M. No bastó con reabrir a bombo y platillo el caso y llevarlo a la primera plana de los periódicos más de un año después, no fue suficiente con sacar a pasear a las víctimas –y a los familiares de las víctimas– para seguir haciendo leña del árbol caído. La obsesión que Bono ha mostrado por su antecesor no tiene parangón en la historia de nuestra democracia. Federico Trillo cometió errores, eso es indudable, pero no se merece el juicio sumario y a destiempo al que le está sometiendo su sucesor. El día que el primero le transfirió la cartera, el despacho y la responsabilidad al segundo, pocos se imaginaban que, tras el consabido abrazo, iba a producirse una vendetta en toda regla y sin sentido.
 
Que José Bono es un ministro transformado en una continua campaña de autopromoción personal no es un secreto para nadie, que el diario El País sigue dedicado con fruición a demoler al PP aunque éste se encuentre en la oposición no es novedad alguna. Sin embargo, cuando los anhelos de grandeza de uno y el odio africano de los otros se juntan, todo lo que puede resultar es el tremendo ridículo que ambos, de la manita, han protagonizado en los últimos dos días. Lo del seguro se ha demostrado cierto, el titular de Defensa, contaba, efectivamente, con un generoso seguro de vida contratado por el Estado. Pero no era privativo suyo, ni de los ministros de la era de Aznar. El hábito de asegurar la vida de los responsables ministeriales nació hace quince años, en pleno felipismo, y desde entonces ningún Gobierno lo había puesto en duda. Miembros del actual Ejecutivo, como Alfredo Pérez Rubalcaba, disfrutaron de su cobertura y nunca lo denunciaron como excesivo ni, naturalmente, hicieron demagogia con él comparando la cobertura de los altos cargos y la de los militares.
 
El País, por su parte, ha dado una nueva dentellada a la poca credibilidad que ya le restaba después de tantos años sirviendo en exclusiva a los intereses y manejos de un partido político. Un asunto que el jueves era digno de portada y fastuoso aparato informativo, se convirtió por arte birli birloque, un día más tarde, en un sucinto breve sin relevancia ni para los lectores ni para el diario. Curiosa manera de contemplar la misma noticia. Si Federico Trillo gozaba de un seguro millonario se trata de un escándalo nacional que se merece toda la atención que sus muchos medios puedan darle, si, por el contrario, es Rubalcaba el antiguo beneficiario de ese mismo seguro la cosa es baladí, carece de importancia y, a lo sumo, hay que corregir el rumbo, destituyendo a un funcionario. De El País ya sabíamos que no podíamos presumir equidistancia en sus apreciaciones, ahora vemos que, del diario de Polanco, tampoco se puede esperar sentido común.

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