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Pío Moa

Melancolía

Verdaderamente éramos tipos entregados, disciplinados (abnegados, he oído decir a Antonio López Campillo, aunque a bastantes se les notaba, ya tan jóvenes, el afán trepador y burócrata)

Ayer quedé a comer con unos amigos por la zona de Estrecho. Hacía muchos, muchos años, que no pasaba por allí, y según bajaba de la estación de metro hacia Capitán Haya por la calle de La Coruña, trataba de localizar lugares antiguos. Haciendo esquina con Bravo Murillo había una cafetería llamada entonces "Hiroshima", me parece, y ahora "Arlanza". Un poco más abajo estaba una tabernilla, donde a veces desayunaba: "café con leche y churros o porras: 6 pesetas", es decir, 4 céntimos de euro (era 1967). Ya no existe. Unos metros después una fábrica textil con cientos de empleadas se había transformado en un local de la ONCE. Queda en una esquina un "bar Berrendero", creo que el mismo de aquel tiempo, no sé si tendrá que ver con el célebre ciclista… Por esta calle bajaba yo todos los días a la Escuela Oficial de Periodismo, situada en lo que ahora es el ministerio de Defensa.
 
Yo vivía en la calle Lope de Haro, en una habitación alquilada, compartida con un estudiante gaditano, muy alto y con la gracia de su ciudad. A veces nos veíamos en un bar cercano con otro paisano suyo y otros amigos, que por cachondeo se dirigían unos a otros solemnemente con nombres rusificados. Bajando hacia Bravo Murillo por la callejuela Berruguete había una librería, ahora transformada en un establecimiento llamado Chaflán del Arte. En aquella librería compré una edición divulgativa de El Capital de editorial "Claridad", me parece, expuesto destacadamente en el escaparate, y algunos otros libros izquierdistas.
 
Por esa calleja, cuando iba de mañana a la Escuela de Periodismo, hacia octubre o noviembre de aquel año, recogía con gran excitación octavillas del suelo, firmadas por Comisiones Obreras, llamando a concentraciones de protesta por no sé qué en Cuatro Caminos, Cruz de los Caídos, Atocha y algún otro lugar. Fui a la de Cuatro Caminos. En torno a la plaza circular había una densidad de gente mayor de la habitual, varios jeeps policiales y "grises" de guardia, separados unos diez metros uno de otro, que impedían que la manifestación cuajase. Por fin, un grupo de unos doscientos izquierdistas logró "saltar" hacia Bravo Murillo, y me sumé a ellos. La policía nos persiguió, pero logré perderme por las estrechas calles cercanas. Fue mi primera manifestación antifranquista.
 
Ahora en la zona abundan los suramericanos, también los moros. Por entonces era una zona obrera típicamente española. Sólo había buen número de hispanoamericanos y árabes estudiando en las universidades. Después, considerando "retórica" aquella buena política, la marea progresista acabó con la presencia de estudiantes de esos orígenes.
 
En la Escuela de Periodismo trabé pronto amistad con algunos compañeros radicalizados, como Publio López Mondéjar, hoy conocido por sus exposiciones de fotos históricas, o Manuel Blanco Chivite, que en 1975 estuvo muy próximo a formar parte de los últimos ejecutados del franquismo, como dirigente del FRAP. Blanco era guipuzcoano, y solíamos vernos con Juan Mari, un tipo de San Sebastián bastante bruto e ingenioso, que desfiguraba con mucha gracia el lenguaje. Algo sumido en una vaga angustia vital, en parte porque tenía que trabajar y eso le retrasaba en los estudios, y quizás influido por lecturas de Sartre y su "pasión inútil", hablaba a veces de "irse al patatal", como llamaba a suicidarse, por considerar que el hecho debía tener lugar en algún patatal o sitio parecido. Hace unos años encontré a Blanco, y me dijo que Juan Mari es ahora un próspero abogado en San Sebastián o Bilbao, no recuerdo bien.
 
Muy cerca de la calle de La Coruña moriría bastantes años después, acosado por la policía, Abelardo Collazo, del GRAPO. Lo sentí mucho, como en el caso de Delgado de Codes, pues habíamos sido buenos amigos. Abelardo era un excelente camarada en todos los sentidos. Muy vigoroso físicamente, había trabajado en París, creo que en la Citroën o la Renault, y en Vigo había organizado las primeras huelgas de la construcción. Ya he comentado en De un tiempo y de un país sus buenas cualidades humanas y sus dudas muy reprimidas, que surgían en observaciones casuales y en apariencia burlonas, como una vez que veníamos de un asalto nocturno a un local falangista de Vallecas, donde habíamos causado grandes destrozos y nos habíamos llevado una multicopista, bombas de mano, documentación de la Guardia de Franco, etc., aunque no habíamos dado con el verdadero objetivo de le empresa, un depósito de pistolas que ya no estaba allí. Según nos despedíamos para irnos cada uno a su casa, al amanecer, y viendo a la gente ir al trabajo, comentó: Parecemos guindóns. Cando a xente vai o chollo, nos ímonos deitar (Parecemos cacos. Cuando la gente se va al curro, nosotros vamos a acostarnos).
 
¡Y cuántos otros recuerdos, surgidos según bajaba al restaurante, como los de las madrugadas en que iba por allí con otros a sembrar octavillas y pintar consignas en las fachadas! Verdaderamente éramos tipos entregados, disciplinados (abnegados, he oído decir a Antonio López Campillo, aunque a bastantes se les notaba, ya tan jóvenes, el afán trepador y burócrata), e intelectualmente inquietos, mucho más que la media. Y estas buenas cualidades, al servicio de una idea siniestra.
 
La vida tiene una vertiente misteriosa sin remedio, y vivirla, o, si se quiere, soportarla, quizá exija una dosis de anestesia. Un día, al despertar de una siesta, sentí de pronto, agudísimamente, el impulso y la ilusión de aquella juventud, cuando vine a Madrid a estudiar, y al sentirlos tan dolorosamente como algo irrecuperable e irreversible, y al mismo tiempo pasado, muerto sin remedio como si nunca hubiera existido, me invadió una desesperación que impedía incluso aflorar las lágrimas consoladoras. Impresión intolerable, como de despertar a un horror. Ahora, cuando bajaba por aquellas callejas, no ha sido lo mismo, sino más bien una vaga melancolía, y he procurado no darle demasiadas vueltas.

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