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Lucrecio

Oscuras maniobras

No hay manera de entender –al menos en términos de lógica de Estado– que el Gobierno de Madrid no reaccionase de modo fulminante a la votación del Plan Ibarreche

Podría, si deseara hacer reverencias a la retórica, hablar de situación preinsurreccional. Pero sé que, en el rigor de las palabras mentiría. Y que, por consoladora, no es la mentira menos funesta cuando está en juego la pervivencia de una nación. La definición de un área de doble poder es lo que caracteriza específicamente los momentos insurreccionales. Y ese doble poder fue estatuido el 30 de diciembre de 2004 por el Parlamento vasco, a propuesta del Presidente de lo que hasta ese día había sido Comunidad Autónoma y que, en estos momentos, no es nada que pueda definirse en términos institucionales: un hiato entre lo que fue instancia administrativa local del Estado español y lo que se afirma en trance de constitución nacional independiente (la asociación o no con España, o con Luxemburgo, o con Tanzania, es cosa posterior y solamente planteable entre dos entidades soberanas que, con posterioridad a su existencia como tales, llegasen a un acuerdo del tipo que juzgaran oportuno).
 
Así que llamemos a las cosas por su nombre. Nada se gana con dejar fluir mansamente los eufemismos. Nada, salvo que de la ensoñación acaben por sacarle a uno los metálicos estruendos de los tanques. Insurrección es un término tan respetable como cualquier otro. Y tiene la inmensa ventaja de evitar equívocos.
 
Para aquel que lo inicia, un paréntesis de doble poder es siempre altamente rentable. Descompone las instancias de identificación material y simbólica del Estado cuya voladura inicia, y mantiene en suspenso la frontalidad el choque, hasta el momento en que su propia acumulación de fuerza (material como simbólica) permita resolverlo a favor propio. Podrá uno pensar lo que bien le plazca sobre Lenin, pero la tesis conforme a la cual “el poder no se comparte” es un axioma en ciencia política; y, más aún, en arte revolucionario. La prolongación de un estatus de doble poder no es una estabilización de las fuerzas en conflicto, es la derrota por extinción del sistema institucional vigente, ante el nuevo que emerge de la insurrección. Nada evitará el final estallido del conflicto; pero la correlación de fuerzas será tanto más ventajosa a los insurrectos cuanto larga haya sido la fase de putrefacción de lo existente.
 
No hay manera de entender –al menos en términos de lógica de Estado– que el Gobierno de Madrid no reaccionase de modo fulminante a la votación del Plan Ibarreche. Antes de que hubieran pasado 24 horas, el fiscal general hubiera debido anunciar la denuncia ante el Tribunal Constitucional, sobre quien recae la condición previa de fijar si la actuación del Parlamento Vasco ha sido (como parece serlo, en la pura literalidad constitucional) delictiva. De ser así (y ni con todos los bizantinismos al uso hay manera de ocultar eso), aun la presentación del proyecto ante el Parlamento Español quedaría vetada. Un Parlamento no puede votar cualquier cosa. La esencia del parlamentarismo está en que también el parlamento está sometido a las constricciones universales de la ley. Y, aun para rechazar por votación parlamentaria un proyecto, está exigida la condición previa de que ese documento no infrinja la legalidad en curso. De infringirla, ni voto positivo ni voto negativo son viables. Sólo lo es la intervención de los jueces.
 
A ese elemental axioma, que directamente deriva de la división y autonomía de poderes, sin la cual no existe nada que pueda llamarse democracia, opone el Gobierno zapaterista la pintoresca invocación del “agotamiento de las vías políticas de negociación”, que cristalizaría en dos operaciones presentadas como definitivas: a) el rechazo del Plan Ibarreche en el Parlamento Español; b) la victoria electoral del PSOE en las elecciones autónomas vascas y la formación de un Gobierno socialista en Vitoria. Del momento b), prefiero ni hablar: pocas sandeces –en rigor ninguna– he escuchado de esa envergadura a lo largo de mi ya demasiado extensa vida política; si de verdad Zapatero piensa que el PSOE va a ganar por mayoría absoluta las elecciones vascas, es que se ha vuelto loco; si la memez enmascara otro proyecto, de momento oculto, es que se ha vuelto algo bastante peor. En cuanto al momento a), bien estará que se produzca, si el Tribunal Constitucional concluye que debe producirse, esto es, si esa instancia inapelable de interpretación de la Constitución juzga que el Plan Ibarreche es conforme a ley. En caso contrario, sería el propio Parlamento de la Carrera de San Jerónimo el que quedaría contaminado de ilegalidad al someterlo a consideración. Porque no hay vía arbitraria para la defensa de la Constitución. Sólo la que la Constitución fija.
 
Y, entre tanto, vamos camino del desastre. De un desastre cuya certidumbre no puede escapar a nadie. Absolutamente a nadie. Temeroso de que Carod-Rovira haga caer al Gobierno de Madrid si éste denuncia el proyecto independentista del PNV ante el Constitucional, Rodríguez Zapatero busca dejar pudrirse la situación hasta las elecciones vascas (mayo) y el inmediato verano. No parece entender que, para entonces, el momento insurreccional se habrá cerrado. Y el ruido de los tanques vendrá a arruinar definitivamente nuestras vidas.

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