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Gabriel Calzada

Un brindis por la liberalización textil

brindemos con cava catalán, con champán francés o con sidra asturiana por la liberalización del comercio textil, pidamos a los Reyes Magos muchas más liberalizaciones para el año 2005

La libertad de comercio mundial, esa que sólo existe en las mentes del pensamiento único intervencionista, será un poco más real después de las doce uvas del próximo viernes. En efecto, el 31 de diciembre será el último día en el que comerciar con productos textiles esté limitado por razones distintas a la voluntad de compradores y vendedores. La maraña de cuotas que hemos tenido hasta el día de hoy quedará eliminada en 2005 y la exportación internacional quedará relativamente liberalizada.
 
Esta liberalización del comercio textil a nivel internacional es el fruto de los acuerdos multilaterales pactados en el marco de Organización Mundial del Comercio. Ni falta hace decir que tanto los políticos de Washington como los politburócratas de Bruselas han aceptado estos acuerdos en contra de sus convicciones más íntimas: la de seguir los designios de los grupos de presión que puedan otorgarles los votos de la victoria electoral.
 
Como era de esperar, a medida que se acerca el fin de las restricciones se oye a los medios de los países desarrollados hablar de los daños que esa liberalización supondrá para el productor nacional, ese que hasta ahora ha sido privilegiado con la cautividad de unos consumidores a los que no se nos dejaba elegir a quién comprar nuestros productos textiles. Así, nos cuentan que en España 400 empresas del sector cerrarán el año que entra. También se nos informa con tenaz insistencia, cómo no, acerca de los miles de puestos de trabajo que se perderán en los países desarrollados. Estos temores tienen su origen en una visión extremadamente estrecha e interesada de la realidad del proceso liberalizador.
 
Dejemos de lado el argumento más elemental en favor de la liberalización consistente en que nadie tiene derecho a decirles a dos personas adultas qué productos lícitos de su propiedad pueden o no intercambiar. Ignoremos por un momento también la corrupción moral que representa el hecho de que los mismos medios que tanto dicen preocuparse por los pobres del planeta se olviden de contarnos que la liberalización permitirá precisamente que éstos vendan sus productos en los países ricos. Aún así, la oscura interpretación de la eliminación de privilegios comerciales olvida las maravillosas consecuencias de la liberalización.
 
Los políticos y los medios no destacan, quizá por obvio, que la libertad de comercio que vamos a estrenar posibilitará el acceso de los ciudadanos europeos y estadounidenses a una oferta de productos textiles mucho más amplia de la que hasta ahora nos estaba permitido optar. En consecuencia el consumidor, es decir, todos los ciudadanos, verán incrementar su poder adquisitivo con la caída del precio de los productos textiles. Y puesto que, después de todo, el consumo es el fin de la producción parecería insensato que se protegiera a unos pocos productores para agredir a muchísimos consumidores y a tantísimos productores extranjeros.
 
Además, tan grisácea perspectiva de la liberalización comercial no parece tomar en cuenta que con euros que ahorrará el consumidor de productos textiles, éste podrá alcanzar nuevos fines y necesidades que antes no tenía oportunidad de satisfacer o, al menos, no en la misma cuantía. La producción de esas necesidades que anteriormente no estaban cubiertas necesitará mano de obra y todo tipo de recursos que, si no se impide por la fuerza, provendrán en parte de la producción textil que deja de ser demandada. Si el productor textil occidental no es capaz de diferenciar su producto para que el consumidor esté dispuesto a pagar más por el, podría dedicar sus esfuerzos a producir esos nuevos fines que los ciudadanos tratarán de alcanzar con los euros que le han sobrado en la compra de ropa. Si tampoco sabe hacer esto, que no pida al estado que quite a los ciudadanos su patrimonio para mantenerles. Que cierre y permita que los recursos que está invirtiendo mal sean usados por personas más perspicaces en la satisfacción de los deseos más urgentes de sus conciudadanos.
 
A nadie le gusta ver cómo se cierran empresas. Pero pocos se han parado a pensar en el despilfarro de recursos que supondría –y lo pobres que seríamos– si se hubiese evitado mediante intervencionismo público el cierre de las empresas que producían textil en el siglo XIX. Sin embargo, si el comercio libre fuese tan perjudicial para la sociedad, evitar los cierres de empresas y poner coto a las importaciones de todo tipo de productos debería de ser una bendición para nuestro país. Es más, el comercio nacional debería de ser considerado como fuente de desempleo regional y otras calamidades económicas. ¿Y por qué pararse en las regiones? Si los negativos efectos del comercio libre fueran tan grandes en comparación con sus aspectos positivos, habría que dejar que cada familia cultivara sus alimentos y tejiera sus vestimentas. Sin duda, ese sería un mundo sin los negativos efectos del libre comercio. Lo que no me queda claro es que a alguien le pueda apetecer vivir en un mundo tan sufrido.
 
Quienes sólo destacan inconvenientes en la liberalización del comercio textil no entienden que el estado natural del hombre es la miseria más absoluta y que el intercambio libre es la única forma de ir satisfaciendo cada vez más necesidades y avanzar hacia un mundo en el que la escasez material constriña cada vez en menor medida a los seres humanos. Además, así como los beneficios del libre comercio son de largo plazo, sus "efectos negativos" no tendrían por qué durar más de lo que dura un abrir y cerrar de ojos si no fuese por las rigideces intervencionistas que evitan que los seres humanos podamos adaptar nuestra fuerza de trabajo y nuestros recursos para lograr el mejor cumplimiento de las necesidades humanas. Así que brindemos con cava catalán, con champán francés o con sidra asturiana por la liberalización del comercio textil, pidamos a los Reyes Magos muchas más liberalizaciones para el año 2005 y deseemos a los que puedan verse perjudicados por el fin de sus privilegios que el gobierno evite con absurdas restricciones su recolocación en valiosas actividades. Chinchín.
 
 
Gabriel Calzada Álvarez es representante del CNE para España y Latinoamérica.

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