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Álvaro Martín

Donald Rumsfeld

Una predicción para 2005: Rumsfeld no saldrá del Pentágono a menos que lo haga por propia voluntad. Y eso no será hasta que la misión esté cumplida

El Secretario de Defensa es objeto de fuego cruzado en este mes de diciembre por parte de una coalición pasablemente heterogénea y nada pasablemente interesada. En su última metamorfosis, la caza de Donald Rumsfeld empezó con su respuesta a las quejas de un soldado sobre la falta de jeeps blindados en las unidades del Ejército de Tierra en Irak. Las quejas en cuestión habían sido diligentemente sugeridas por Lee Pitts, corresponsal del Chattanooga Times (cherchez la presse toujours). Rumsfeld respondió que "uno va a la guerra con el ejército que tiene y no con el que desearía tener".
 
A raíz de ese episodio, por supuesto la prensa "progresista" entró a por todas. Pero eso era de esperar y nada interesante. Más llamativas son las ráfagas de "fuego amigo". Por ejemplo, varios congresistas republicanos han expresado sus reservas sobre Rumsfeld. El Senador McCain dijo que Rumsfeld no gozaba de su confianza. Pronto el Senador Chuck Hagel –otro frecuente crítico de la Administración– y los Senadores Graham y Lott –que no lo son– se manifestaron en formas que daban a entender su convicción sobre la necesidad del relevo en la cartera de Defensa. Todos ellos, en realidad, respiraban por la herida de la irresponsabilidad del Congreso, que durante los felices años de la Administración Clinton había transigido con la reducción del Ejército de Tierra de 18 a 10 divisiones y con la congelación de los presupuestos de defensa para fines tales como los indicados por el soldado. En efecto, este "ejército que se tiene" es el que ha legado el Congreso de mayoría republicana de los diez últimos años.
 
Los congresistas tienen otros motivos para desear la salida de Rumsfeld. Uno es la vanidad senatorial, ofendida por el estilo de un Secretario de Defensa que tiene más interés en la gravedad de su trabajo que en cortejarles. Otro está relacionado con su sensibilidad hacia sectores de la industria de defensa, algunos de cuyos proyectos fueron sumariamente y cartesianamente recortados por Rumsfeld (tal que el obús Crusader, inservible –como señala Tony Blankley en el Washington Times– en la Guerra contra el Terror). Otros motivos, en fin, tienen que ver con aprovechar las horas bajas del Secretario de Defensa para marcar goles oportunistas.
 
No sólo los congresistas quieren el cuero cabelludo de Rumsfeld. También Norman Schwartzskopf ha desenterrado el hacha de guerra, el recordado héroe de la primera Guerra del Golfo y coartífice de la decisión de dejar a Saddam en el poder y con sus helicópteros a mano para reprimir a los chiítas del Sur. El General Schwartzskopf es portavoz, por su parte, de la obsoleta cultura estratégica militar prevalente entre los altos mandos que han sufrido el ultraje de contemplar cómo Rumsfeld transformaba las Fuerzas Armadas en una maquinaria flexible, capaz de proyectarse de maneras no convencionales y basada en maximizar la superioridad tecnológica estratégica y la superioridad táctica de las fuerzas especiales y los marines.
 
Bill Kristol, editor de The Weekly Standard, en su artículo de 12 de diciembre en el Washington Post, fue el salvo menos esperado. No es que Kristol, la cara más conocida de la persuasión neo-conservadora, no hubiera sido crítico con la gestión de Rumsfeld en Irak con anterioridad, insistiendo en que EEUU nunca ha tenido suficientes tropas en el teatro. Hasta ahora, empero, había parecido más proclive a la continuidad del Secretario en el Pentágono. Desde el 12 de diciembre, los neoconservadores se han registrado públicamente, sin embargo, como partidarios del cese de Donald Rumsfeld. Frederick Kagan insistía pocos días después en el mismísimo The Weekly Standard en que el Ejército es demasiado pequeño y que Rumsfeld busca desplazar su responsabilidad ("el ejército que se tiene") hacia otros. En primer lugar, el desplazamiento de responsabilidad está más que justificado: ¿o es que Rumsfeld, por sí sólo, puede elaborar y disponer a su discreción de un presupuesto ilimitado en tiempo de recesión económica, reducción de impuestos y exorbitantes subidas del precio del crudo? En segundo lugar, ¿no es precisamente eso –desplazar la responsabilidad– la estrategia neoconservadora du jour? Nuestra concepción política de la Guerra en Irak fue brillante –pretenden trasladar–; es la incompetente gestión del Departamento de Defensa lo que nos ha metido en problemas. Mala cosa que los lectores de The Weekly Standard no acaben de estar de acuerdo con el cese de Rumsfeld: un 77 por ciento apoya su continuidad. Y peor que no esté de acuerdo el Presidente Bush que, según propia admisión, está "agradecido" de que Rumsfeld continúe en su puesto. Entristece pensar que algunos de los arquitectos conceptuales de la guerra en Irak puedan pensar que necesitan ofrecer una víctima a los detractores de ésta. En esto evidencian estar menos convencidos del futuro de la misión en ese país de lo que están, afortunadamente, el presidente y su secretario de Defensa.
 
Los críticos y sus críticas. En estos tiempos de ruptura de consenso sobre los que es real o no (para la michaelmoorificada opinión pública la realidad es una función de sus sentimientos hacia Bush) es probablemente ocioso señalar que la imputación original del soldado es incierta. Resulta que en la unidad en cuestión 784 de 804 vehículos están blindados. Para los que no lo están aún, en ésta o en otras, el Pentágono ha incrementado la producción de jeeps blindados de 35 unidades a 450 mensuales. Sobre la cuestión general de la protección de las tropas americanas en combate, ningún Secretario de Defensa ha hecho más que Donald Rumsfeld. El Ejército americano en Irak y Afganistán es el primero en la historia con uniformes acorazados que apenas merman la movilidad necesaria en combate. Este factor, además de la presencia constante de unidades médicas en cada operación y el sistema de evacuación médica instituida por Rumsfeld, hacen que la mortandad de los heridos en enfrentamiento no llegue al 5 por ciento.
 
No cabe duda de que el Pentágono subestimó la dificultad de la estabilización después de la toma de Bagdad. También lo hicieron los genios de la retrospectiva. Es poco plausible pensar que el numero de tropas per se (que por lo demás aumentará hasta 150.000) suponga demasiada diferencia a la hora de confrontar el conflicto asimétrico que la coalición tiene entre manos.
 
Todo esto es, en realidad, reflejo de que los actos terroristas en Irak han hecho daño en Washington. Con Rumsfeld, sin embargo, es un error subestimar su capacidad de liderazgo. Es la misma persona que diseñó y ejecutó brillantemente las campañas de Afganistán e Irak, mientras acometía con éxito la respuesta operativa y estructural a la mayor transformación estratégica de la defensa nacional de EEUU desde la Segunda Guerra Mundial.
 
Una predicción para 2005: Rumsfeld no saldrá del Pentágono a menos que lo haga por propia voluntad. Y eso no será hasta que la misión esté cumplida.

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