Nunca antes en el parlamentarismo español ocho escaños en el Congreso de los Diputados habían dado para tanto, nunca antes en la historia de nuestra democracia 650.000 votos habían tenido tanto poder, nunca antes el 2,54 por ciento del electorado se había hecho dueño de los designios de la Nación. Apenas unas horas después de que el secretario general de ERC, Joan Puigcercós, amenazase al Gobierno sobre las consecuencias que para éste tendría pactar con el PP, José Luis Rodríguez Zapatero se apresuró a tranquilizar a sus socios asegurando que no tiene intención de formalizar acuerdo alguno con el principal partido de la oposición, es más, que ni siquiera ve imprescindible el concurso de los populares en la problemática hora que vive el país.
El presidente del Gobierno, haciendo gala de una irresponsabilidad que nos puede costar carísima, insistió ayer, durante la celebración de la Pascua Militar en el Palacio Real de Madrid, que la solución al Plan Ibarreche pasa por la “comunicación y el diálogo”. El diálogo con los artífices del plan secesionista se entiende. El Gobierno sigue sin aceptar el órdago nacionalista pero no ataca al problema de raíz. Desde que se aprobase el plan en una sesión vergonzosa en la que reapareció Josu Ternera por la cámara vasca, ha pasado una semana y el Ejecutivo ni ha movido un dedo ni ha hecho intención de hacerlo. El rechazo a la reforma estatutaria del PNV se resume en cuatro lugares comunes muy del gusto de los miembros del Gobierno. Zapatero no ve “puntos de luz positivos” y la salida del conflicto la otea apelando a un impenetrable “respeto a la razón democrática”. Sabemos que, desde que llegaron al poder, los socialistas están renovando a conciencia el diccionario de politiqués, esa variante del español que sabiamente bautizó Amando de Miguel hace unos años. Sin embargo, que las palabras sean bonitas y rimbombantes no significa que vaya a resolverse el problema por arte de magia. Para salir del atolladero el Gobierno debería pedir a los nacionalistas vascos –y ya de paso a los catalanes- que no hay razón democrática alguna que no pase por la Constitución, sin más. Dentro de ella todo es debatible, fuera nada.
Si no se parte de este punto esencial son estériles las arengas patrióticas que el ministro de Defensa atiza a la tropa cada vez que tiene oportunidad para ello. Ya puede Bono llenarse la boca diciendo que la Constitución es lo que garantiza nuestros derechos que si, cuando ésta se ve amenazada, el Gobierno al que pertenece mira hacia otro lado la arenga se queda en eso mismo, en un brindis al sol carente de todo sentido y en una burla hacia nuestras Fuerzas Armadas. Si el Gobierno está con la Constitución, y ha de estarlo pues sus ministros juraron sus cargos sobre ella, debe defenderla con firmeza y sin complejos.