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Cristina Losada

El equinoccio socialista

Todos contra el PP. Fue un lema exitoso. Colgó Rodríguez la piel de Bambi, se echó el PSOE a la calle en compañía de los amigos y resurgió la llama de la Izquierda de las cenizas que habían dejado los años del felipismo

La intersección de la trayectoria del PSOE con el plano del nacionalismo fue detectada en los observatorios tras las elecciones vascas de mayo del 2001. Por supuesto, había precedentes y zonas donde el fenómeno nunca se había dejado de producir, pero aquel fue el equinoccio que traería la nueva estación del socialismo español. Hasta poco antes de ese momento, parecía que la cúpula socialista, recién llegada, se instalaba en una política sin sobresaltos, una política de caballeros, en contraste con una  anterior política de forajidos, y aquello prometía normalidad democrática y alternancia tranquila.
 
Pero tras el mayo aquel, el socialismo decidió tenderle la mano al nacionalismo que se  había agarrado al brazo de ETA, y alejarse como si tuviera una enfermedad infecciosa, del PP. El frente común de los constitucionalistas les había hecho perder votos, dicen, esos votos que esperan que caigan  en las urnas del próximo mayo para derrotar el  plan Ibarreche, esperanza que, vana o no, sitúa la partida en el terreno que reclama el lehendakari, cuando el terreno de juego es el de la Constitución, cuyos cambios competen al conjunto del pueblo español, en quien reside la soberanía. 
 
Tras aquel equinoccio, hubo más luz en el hemisferio donde reina la voluntad de poder, y el  PSOE descubrió  un camino menos caballeroso hacia la victoria. A aquella luz se leyó la primera versión del mandamiento que, andando el tiempo, se formularía con la simple frase: Todos contra el PP. Fue un lema exitoso. Colgó Rodríguez la piel de Bambi, se echó el PSOE a la calle en compañía de los amigos y resurgió la llama de la Izquierda de las cenizas que habían dejado los años del felipismo. Entre los amigos estaban los nacionalismos, unos más que otros, unos más excluyentes que otros, unos más útiles que otros. La cuestión era unirse frente a la derecha. Tal fue la red que puso el PSOE, y por las circunstancias sabidas, la pesca fue abundante. Ganó.
 
Ganó el cambio, y ha dicho ZP que “los cambios mejoran la historia de los pueblos”. A su saber y entender, siempre. Por si acaso no lo percibiera así todo el mundo, para que no digan los suyos que “contra Aznar vivíamos mejor”, el socialismo gobernante ha elevado a principio rector el lema que le llevó al éxito. Incluso en momentos en que parte de la población se inquieta porque el destino de su país pueda estar en manos de una minoría que no sólo quiere cambio, sino derribo, el PSOE prefiere ceder al chantaje de algunos de sus amigos, antes que acercarse al único otro gran partido que defiende el pacto constitucional para dar un señal inequívoca.
 
El PSOE llegó, por otras vías, a la misma conclusión que Carl Schmitt, quien pensaba que “la política consiste en distinguir entre amigo y enemigo”. Se empeñó en convertir al adversario en enemigo,  y ahora está prendido por sus amigos. No se sabe con certeza si a gusto o a disgusto, si sólo los mima por necesidad coyuntural, o porque también desea trastocar el modelo de Estado, sustituyendo el consenso constitucional entre la derecha y la izquierda por el consenso entre la izquierda y los nacionalismos.  Parece claro que quiere enviar a la derecha al basurero de la Historia, pero no está claro hasta dónde llegará para conseguirlo. Desde el equinoccio aquel, una zona de penumbra ha ido cubriendo los planes, las intenciones del partido de Blanco, Pérez y Rodríguez. Hasta que le ha salido una cara oculta, como a la luna, ésa que no va a pedir Maragall, tal vez  porque la tiene ya amarrada de algún hilo.   

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