Menú
Armando Añel

El hombre nuevo hace turismo sexual

exhibía con orgullo las cicatrices de su campaña en la capital cubana, esto es, el recuento de sus devaneos sexuales en el barrio donde había nacido mi amigo, y de donde él mismo procedía

Finalmente, en pleno corazón de Hialeah, mientras descubría por boca de un amigo las interioridades de la narrativa borgiana, conocí al hombre nuevo que hace turismo sexual.
 
Apareció de súbito, vociferando desde un auto en marcha al tiempo que agitaba por la ventanilla el manojo de cartas que le traía a mi amigo desde La Habana. Muy canoso, rondaría los 46 ó 47 años. Por añadidura, la edad en la que el hombre nuevo arriba a su cenit operativo y/o simbólico.
 
Había llegado a Miami a mediados de los 90 y atravesaba esa sugerente etapa en la que, tras varios de años de desempeñarse como handyman u operador de montacargas o vendedor minorista, el hombre nuevo goza de algún soporte económico y vuela de vuelta al nido para “dar de comer” a otros pichones. Así, exhibía con orgullo las cicatrices de su campaña en la capital cubana, esto es, el recuento de sus devaneos sexuales en el barrio donde había nacido mi amigo, y de donde él mismo procedía.
 
Todo en él, mientras nos instruía en sus hazañas, reproducía las señas de identidad del hombre nuevo parido por el socialismo real. El relativismo o la amoralidad (en Cuba, desde hace décadas, la ética de la integridad ha sido sustituida por la ética de la supervivencia; en este contexto, a menudo lo ético no sólo no parece razonable: resulta irrelevante o risible). El apasionamiento con que ignoraba la circunstancia histórica de la que formaba parte. La desconfianza latente en la manera resbaladiza, casi turbia, con que bajaba la voz cuando emergían los pasajes más oscuros. Una criatura influida por los sucesivos rostros de un sistema –más que contrarrevolucionario, el castrismo es sistemático– en el que los débiles carecen de derechos: en el que los débiles son los íntegros, aquellos que muestran una sola cara.
 
Nunca antes había obtenido de primera mano, desde la impunidad del periodista transformado en oyente anónimo, testimonio aparentemente tan trivial y, sin embargo, tan estremecedor. El hombre nuevo nos contaba, embebido de un discurso en el que el desparpajo hacía las veces de hilo conductor, cómo había cobrado cada una de sus piezas. Luego de rentar uno de esos autos japoneses que en la isla, invariablemente, garantizan la celebridad de quienes los conducen, tras gastarse unos cuantos miles de dólares en apenas dieciocho días –en determinado momento tuvo que pedir más efectivo a su banco en los Estados Unidos–, regresaba a Miami con la satisfacción del “deber cumplido”. Antiguas compañeras de colegio, hijas de éstas, sobrinas, consortes amantísimas, habían sido incapaces de poner dique a sus avances. Ni siquiera la esposa de uno de sus familiares más cercanos.
 
Gatillo alegre repartiendo ráfagas de unos veinte dólares cada una. Como si en Cuba el turismo sexual foráneo fuera desconstruido por el turismo sexual autóctono. A medida que se hace menos visible, todo resulta, proporcionalmente, más corrosivo. La prostitución, envilecida hasta límites desconocidos en Occidente, muta y se distorsiona a sí misma.
 
Finalmente, el hombre nuevo fue interrumpido por su compañero de viaje, que lo conminó a seguir camino. Tras el episodio, recuerdo haberle preguntado a mi amigo si el fenómeno del hombre nuevo que hace turismo sexual en Cuba se ha extendido tanto como para ser considerado sintomático, pero él balbuceó algo relacionado con el papel de la imaginación poética en la narrativa de Jorge Luis Borges. La realidad hace, tan a menudo como le es posible, pésima literatura. Sospecho que, por lo mismo, no hemos vuelto a abordar el tema.

En Internacional

    0
    comentarios