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Jorge Vilches

Pesimismo español

El Gobierno es débil, inexperto y vive desorientado, alimentando a los que desprecian a España y a su Constitución, perdido en un mar de eslóganes vacíos

El día que Zapatero aceptó la invitación de Rajoy para unirse en pro de la unidad de España y en defensa de la Constitución, algunos creímos que se abría un camino de esperanza. Porque en el fondo, a uno le gustaría sentirse como un conservador británico: votar a los tories, disgustarse por la victoria del laborismo, pero no tener motivos para avergonzarse de Tony Blair. Aquella comisión de socialistas y populares para dirigir la reforma de la Constitución y de los Estatutos, las iniciales lisonjas de ZP al PP llamándole “imprescindible”, y la reunión de los dos líderes con el rey, han quedado en nada.
 
Sin embargo, había indicios que mostraban que el acuerdo no iba a ser el inicio de un contundente rechazo al independentismo. Después de la reunión debían haber comparecido juntos ante los medios de comunicación. Y hacer un llamamiento a los agentes sociales, sindicatos y empresarios, a las universidades, a la federación de municipios y provincias, a la conferencia de presidentes autonómicos; incluso a estos clubes de fútbol que son capaces de implicarse en el referéndum del tratado constitucional europeo, pero que se mantienen en silencio en esta cuestión fundamental.
 
Las críticas al pacto y al rey por parte de Llamazares y de los gerifaltes de Esquerra y del PNV no han encontrado la respuesta firme y constitucional del Gobierno. Los socialistas se han apresurado a desmarcarse de las propuestas del PP, y a decir que la comisión no valdrá para nada importante. Los independentistas, así, se muestran cada vez más fuertes y decididos, doblando la cerviz a gente de buena fe y a los adalides del pensamiento débil.
 
Y todo se desmorona: Zapatero no es un hombre de Estado capaz de sobreponerse a los pulsos a la democracia, de abandonar el partidismo en los momentos de grave crisis y tomar las riendas del país. Voluntarista que es uno, quizá porque le guste la historia de los grandes hombres, políticos y filósofos. Pero para este caso, sin unos ni otros, ni siquiera vale aquel pensamiento acertado de Mark Lilla: “Salvo que un milagro convirtiese a los filósofos en reyes o a los reyes en filósofos, lo más que puede esperarse en política es la implantación de un gobierno moderado bajo el imperio estable de la ley”.
 
Las instituciones se caen y las leyes no valen. La Constitución está desprestigiada, pues defender su integridad parece tarea de un Franco redivivo, poco más o menos que una vuelta a abril de 1939. El Senado se nos presenta como una institución inútil, que a nadie convence pero que nadie reforma. El Congreso de los Diputados no sirve para imponer respeto y legitimidad a los independentistas, que aseguran que nada les importa lo que en las “Cortes de Madrid” se decida.
 
El Gobierno es débil, inexperto y vive desorientado, alimentando a los que desprecian a España y a su Constitución, perdido en un mar de eslóganes vacíos: “ansia infinita de paz”, “alianza de civilizaciones”, “tránsito en libertad”, “demanda de la ciudadanía”,…, cuya vacuidad indigna y entristece. Y ver al poder judicial domesticado o desoído tampoco es halagüeño. En cuanto a los valores morales, el relativismo que nos invade despotrica contra la Iglesia y la moral católica y, a continuación, para perplejidad de cualquier cuerdo, exalta a otras religiones enemigas de la libertad, que desprecian a la mujer y explican cómo maltratarla sin que se note.
 
El pesimismo, algo tan español, quizá sea el único estado de ánimo que nos queda. Es la tristeza y la impotencia al ver ese despego hacia lo nuestro por aquellos que quieren ser modernos y, cómo no, progresistas. Claro que, ya lo escribió Cánovas del Castillo: “¡Tus héroes y victorias,/ tus campos y ciudades,/ que hoy son vergüenzas porque fueron glorias!”.

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