En San Sebastián ni los amigos ni los contrincantes políticos de Gregorio lo hemos podido olvidar, porque tenía tal fuerza –y me duele tener que utilizar este maldito verbo, tenía, en pasado–, la suya era una fuerza tan contagiosa en lo personal y en lo político, que a buen seguro no soy la única persona que siente que fue ayer la última vez que lo tropecé por las calles de cualquier esquina de San Sebastián, o la última vez que sus adversarios políticos sufrimos su audacia y su capacidad desmesurada para trabajar y para intentar convencernos del tema que se trajera entre manos.
Poseía un talento extraordinario para la táctica política, y le recuerdo poniendo en aprietos a otro político especialmente dotado para los avances tácticos; me refiero, lógicamente, al alcalde Odón Elorza.
Gregorio Ordóñez amaba la vida, pero además la respetaba tanto que se sintió moralmente obligado a seguir el instinto democrático –y en su caso también cristiano– de defender la vida de los acosados y perseguidos por ETA. Y lo hizo de una forma inédita, por su claridad y desparpajo. La falta de miedo reverencial hacia los terroristas ofendió muy especialmente a los que descerrajaron varios tiros para matarlo y nos enseñó que teníamos, nosotros también, que plantar cara al propio miedo.
Nos enseñó que teníamos que ser muchos más los que nos atreviéramos a hablar alto y claro contra la impunidad con que se lucían los asesinos como héroes, contra los nombramientos de hijos predilectos de los asesinos de personas inocentes, contra listas compuestas con etarras que montaban gran escándalo cuando salían elegidos parlamentarios vascos promocionando la empresa del terror y de la coacción. La mayoría de la población no tolera este tipo de cosas gracias a personas como Gregorio Ordóñez, o como Fernando Buesa, que con su lucidez y su la fuerza del argumento democrático nos hicieron saber que se puede llegar a derrotar a ETA materialmente, pero que además se puede terminar por cambiar el estado de transmisión del fanatismo que genera seres humanos dispuestos a matar como a perros a sus vecinos e incluso familiares.