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EDITORIAL

Auschwitz, sesenta años después

Auschwitz es el símbolo imperecedero de la mayor tragedia que ha padecido nuestra especie a lo largo de toda su historia. No debe olvidarse jamás y su recuerdo ha de transmitirse de generación en generación para que nunca vuelva a repetirse

“Un médico y un comandante recibían al pie de la rampa los vagones. Clasificaban a la gente, es decir, les preguntaban su edad y su estado de salud. Los recién llegados, que no sabían nada, declaraban alguna enfermedad, y con ello firmaban su sentencia de muerte. Iban especialmente a por los niños y los ancianos. Derecha, izquierda. Derecha, izquierda. Derecha, la vida; izquierda, el horno”.
 
Así narraba a la BBC Anita Lasker, una supervivientes de Auschwitz, el modo en que los oficiales nazis distribuían la carga humana que llegaba hasta el campo en atestados y traqueteantes trenes de ganado. Durante cuatro interminables años el apeadero ferroviario del mayor de los campos de exterminio del Tercer Reich repitió miles de veces esta siniestra operación. Un millón de personas fueron ejecutadas sin piedad e incineradas en sus hornos. A razón de 6.000 al día. El que entraba no volvía a salir. Una parte se quedaba realizando trabajos forzados en el campo hasta que desfallecía vencido por el hambre, el frío o la enfermedad, la otra era directamente conducida al Bloque 25, el bloque de la muerte. Allí se encontraban las cámaras de gas y, junto a ellas, los hornos crematorios.
 
Ayer se cumplió el 60 aniversario de la liberación de Auschwitz por parte de las tropas aliadas. La ocasión justificaba sobradamente que en ese apeadero se reuniese una nutrida nómina de dirigentes mundiales junto a una representación de los que vivieron aquel infierno sin nombre. La ceremonia fue, como cabía esperar, emotiva en extremo. Sacerdotes de las tres confesiones cristianas –católicos, evangélicos y ortodoxos- y un rabino hebreo, elevaron una oración ecuménica al Dios que les es común. Los presidentes de Alemania, Rusia, Francia, Polonia y el vicepresidente de los Estados Unidos presenciaron como seis ancianos, antiguos prisioneros del campo, encendían una llama eterna en memoria de todos los que dejaron allí su vida. El Papa desde Roma envió un mensaje de paz para que “nunca, en ningún rincón de la Tierra, se repita lo que afectó a millones de personas a las que lloramos desde hace sesenta años”.
 
Auschwitz es el símbolo imperecedero de la mayor tragedia que ha padecido nuestra especie a lo largo de toda su historia. No debe olvidarse jamás y su recuerdo ha de transmitirse de generación en generación para que nunca vuelva a repetirse. En Auschwitz, en Bergen Belsen o en Dachau, en cualquiera de los campos patrocinados por la barbarie nacionalsocialista la humanidad se degradó a sí misma. Esta es una lección inmortal que sólo recordándola, manteniéndola fresca en nuestra memoria garantiza nuestra supervivencia futura y exorciza las posibilidades de entrar en una espiral criminal como la que se apoderó de Europa a mediados del siglo pasado.
 
Detrás de la masacre de Auschwitz, del Holocausto de seis millones de judíos, se escondía uno de los pecados capitales de la civilizada Europa; la judeofobia. Durante estos días algunos líderes se han propinado sonoros golpes en el pecho asegurando que esa es una enfermedad de la que el mundo está ya vacunado. Sin embargo, a poco que se lean las noticias, a la vista está que no es así. Desde 1948 no ha cesado el cerco al estado de Israel. Los israelíes han tenido que defenderse a vida o muerte en tres guerras iniciadas por los estados árabes colindantes con el objeto declarado de echar a los judíos al mar. Además de la amenaza constante de la guerra, ese pueblo, heredero de los que murieron por millones en los campos de Europa central, se ha visto hasta el día de hoy sometido al más descarnado terrorismo en cuyo altar han muerto, como en Auschwitz, miles de inocentes cuyo único delito era ser judíos.
 
Ayer, Ariel Sharon recordó desde el Parlamento israelí que los aliados no movieron un dedo durante la guerra para evitar el Holocausto. Estaba en lo cierto. Los campos se liberaron al final de la contienda y no se programó ni una operación de rescate. Hoy, ante el nuevo antisemitismo que se encuentra más reforzado que nunca, occidente no está actuando con la firmeza debida. Tan sólo los Estados Unidos se han comprometido en serio con esa pequeña y asediada nación. Europa no se decide y flirtea con los que la han puesto sitio. Al igual que hace sesenta años, defender la causa de este pueblo es batirse por la causa de la libertad. Más de uno y más de dos en esta Europa de principios de siglo debería empezar a darse cuenta de ello y, lo que es más importante, debería empezar a actuar en consecuencia.

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