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Lucrecio

Ganó Maragall

Todos, desde Zapatero a Ibarreche, debieron percibir que, en ese instante, se acababa de producir el jaque-mate. Pagando, como es de rigor en los juegos de guerra, un precio: el alfil (le fou, lo llaman los franceses) Ibarreche

La clave se produjo en la segunda ronda. Cuando Durán y Puigcercós, con tonos y calidades retóricas de nivel muy distinto, pusieron todas sus cartas boca arriba. Hasta ese instante, el debate del martes en el Congreso parecía ser lo que decía ser: discusión, votación y previsible rechazo del secesionista (y, por tanto ni discutible ni votable sin reforma constitucional previa, lo que hacía de todo aquello algo intermedio entre la estafa y el disparate) plan del PNV para Vizcaya y Guipúzcoa. Los dos diputados nacionalistas catalanes hicieron entonces saltar en añicos la escenografía, hasta ese instante tan cuidada por todos. El debate acababa de decidir acerca de otra cosa. Innominada.
 
No parecían, al inicio, ir a apartarse de la convención retórica: lacrimosas quejas por el desconsiderado trato del cual habría, según ellos, sido objeto el bondadoso Presidente de la autonomía vasca y, a través de él, el pueblo vasco en su conjunto. Luego, con un giro discursivo vertiginoso, ambos cambiaron de tono y de problemática. E hicieron de idéntica tesis el núcleo duro de sus discursos. Señor Zapatero, vinieron a decir, se ha portado usted muy mal con nuestro amigo Ibarreche, pero gracias a la tunda que le han dado, y en la exacta literalidad con la que ha formulado usted las condiciones de esa tunda, salimos de aquí plenamente convencidos de que usted, como lo prometió, aprobará, sin tocar una coma, el Estatuto que tengamos nosotros a bien traerle desde el Parlamento Autónomo de Cataluña.
 
Nadie los desmintió. Todos, desde Zapatero a Ibarreche, debieron percibir que, en ese instante, se acababa de producir el jaque-mate. Pagando, como es de rigor en los juegos de guerra, un precio: el alfil (le fou, lo llaman los franceses) Ibarreche. Un escalofrío debió correrle en ese instante por la médula al incauto Lehendakari. Y a todos nosotros.
 
No importa quién habló ni lo que dijo. Ganó uno que no estaba allí: Maragall. Junto a sus aliados. Todos los demás, perdieron. Perdimos.

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