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Álvaro Martín

El método científico-ideológico

Kioto es un acuerdillo de mala muerte, cuya razón de ser era –y es– crear un mercado del medio ambiente sobre la base de cuotas de contaminación asignadas proporcionalmente a cada estado.

Hace unas semanas un grupo de científicos americanos publicó un trabajo en el que sostenían dos proposiciones: que el planeta pasaba por un periodo de calentamiento global y que éste se debía, en lo fundamental, a la actividad humana en los dos siglos que median desde la Revolución Industrial. Los científicos comparaban datos de muchos siglos atrás y llegaban a esa certeza estadística sin pasar por revelar los datos técnicos que habían servido de premisa al estudio o la fuente de las mediciones correspondientes a épocas pretéritas o las ecuaciones matemáticas que les permitían asignar la causa del calentamiento a la actividad industrial.
 
Muchos científicos no tienen duda de que las conclusiones del estudio son rigurosas. Muchos otros no tienen duda de que no lo son. Pero estos últimos tienen mucha más precaución a la hora de cuestionar el paradigma ideológico- científico de la que tienen los primeros a la hora de divulgar unas conclusiones que deben ajustarse en primer lugar al discurso de la corrección política y sólo marginalmente al discurso propiamente científico.
 
Es decir, Kioto en estado puro: o cómo la ciencia depende enteramente de George W. Bush. Si él adopta una posición, lo científico es sostener lo contrario. Kioto es un acuerdillo de mala muerte, cuya razón de ser era –y es– crear un mercado del medio ambiente sobre la base de cuotas de contaminación asignadas proporcionalmente a cada estado. Si el estado A tiene unas necesidades de contaminación menores que su cuota, puede venderle su remanente al estado B que necesita contaminar más. Cómo semejante zoco de la naturaleza adquiere sus propiedades taumatúrgicas para restaurar la gaya tierra al equilibrio quebrado por, digamos, Dick Cheney, es un misterio. O quizá no, cuando se recuerda que coincidió con el momento en que George W. Bush dijo que su país retiraba la firma del instrumento en cuestión. Si decidiera lo contrario mañana, se descubriría que Kioto es grotescamente acientífico.
 
¿Por qué la pasividad de los científicos frente a la ridícula politización de la ciencia? Piénsese en la suerte de Larrry Summers, el actual, pero no por mucho tiempo, Presidente de la Universidad de Harvard. Summers no es un republicano de la América “profunda” (tan profunda que aparentemente sólo se puede tratar en España con una ignorancia abisal), sino un ex secretario de Comercio de la ilustrada Administración Clinton. Summers se permitió especular en una entrevista concedida hace unas semanas con las causas por las que las ciencias aplicadas parecían contar con menor representación femenina. Summers avanzó, ex hipotesis, tres posibles causas: discriminación, condicionamiento educativo y diferente estructura cognitiva. El claustro de profesoras de Harvard protestó, los medios de comunicación le satanizaron y la comunidad académica no ha movido un dedo para evitar su inmolación. Inmolación, esto es, de una persona por una no afirmación en un contexto descriptivo y no sometible a la categoría verdadero-falso. La Primera Enmienda, que consagra la libertad de conciencia, y la libertad de cátedra no funcionan en este supuesto como han funcionado para el facineroso profesor de la Universidad de Colorado, Ward Churchill (sin relación familiar con Sir Winston, au contraire), que llamó a las víctimas del 11-S, “pequeños Eichmanns” y alabó la “valentía” de sus verdugos. Para éste sí han salido los cancerberos de los “derechos civiles” a denunciar el macartismo de los republicanos y sus ataques a la libertad de expresión.
 
Tal vez tengan razón, si es verdad lo que sostiene el estudio de un grupo de psicólogos de la Universidad de Los Ángeles. El estudio, revestido de la autoridad de su publicación en 2003 en la Revista de Psicología Americana, comparaba las categorías mentales de diferentes representantes del pensamiento “conservador” (entendiendo por tales lo mismo Ronald Reagan que Adolf Hitler). La conclusión “científica” es que las personas de ideología conservadora son rígidos, con tendencia a utilizar mecanismos de defensa maniaco-depresivos, incapaces de actuar en un entorno cambiante, generalmente predispuestos a la neurosis obsesiva y emocionalmente regresivos. Ahora que en España hablamos de pruebas psicotécnicas para acceder a la Administración Pública, derechistas abstenerse.
 
El lenguaje propio del reino de lo políticamente correcto (aparte de ser un reino con apetito imperialista y que no deja de invadir regiones del pensamiento más rápido de lo que Bush tarda en decir “Siria”) es el de las abstracciones sociales en lugar de los individuos. Si no nos empeñáramos en ver a las personas a través del tamiz de su ideología, su raza o su sexo, de agruparlos en pequeñas secciones con patrones normativos que deben informar su comportamiento y posición social relativa, no necesitaríamos delicadas ingenierías sociales para inventar un mundo feliz cada vez más dadaísta. En el mundo real, aquí y ahora, se ha hecho imposible encontrar una cura para un tipo de anemia (sickle cell anemia) que afecta casi exclusivamente a las personas de raza negra, porque su premisa científica es el patrimonio genético específico de esta raza. Tal vez, dentro de poco, haya que prohibir el cáncer de próstata porque no afecta al 50% a los dos sexos. O crear cuotas inversas para impedir el acceso de varones a la carrera de matemáticas. O el de mujeres en las facultades de derecho.
 
Pero lo más divertido (o siniestro) de la filosofía de la ciencia de este vigésimo-primer y último siglo es el cambio de paradigma sobre la energía nuclear. Amenazante, sucia y ominosa en forma de central eléctrica. Limpia, justiciera, anti-imperialista y necesaria en una ojiva nuclear en Irán o montada en un misil de Sadam. Durante la Guerra Fría, la posesión de armas nucleares por parte de dos sistemas políticos antagónicos –pero más o menos de acuerdo en sobrevivir– era objeto de reflexiones existencialistas y de ensoñaciones de apocalipsis por parte de los “movimientos sociales”. Ahora el holocausto nuclear es sólo una incertidumbre respecto a cuándo y dónde, cortesía de al Qaeda y otros cultos a la muerte propia y ajena que están con la idea de detonar bombas nucleares, tal vez adquiridas en el bazar de algún signatario de Kioto, sólo por acabar con unos pocos cientos de miles de “pequeños Eichmans”. Ahora y sólo ahora es cuando nuestros afligidos humanistas sartrianos llaman “paranoicos” a los que dejan entrever alguna sombra de aprensión.
 
¿Dije “paranoicos”? Qué poco científico por mi parte... Quería decir “conservadores”.

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