Es como volver a los diecisiete, igual que soñaba Violeta Parra antes de cansarse definitivamente de la vida. Incluso, más atrás, a los doce. Otra vez, todos uniformados con la bata a rayitas blancas y azules. Y, poco a poco, descubriendo con asombro que nos han llenado los bolsillos de bolitas blancas de alcanfor. Hasta han facturado desde el olvido a aquel chaval de las espinillas que contaba los chistes en el pupitre del fondo:
– ¿Quién es ese señor de blanco que se ha colado al lado de Rodríguez en el balcón del Vaticano?
– El Papa.
– ¿Y el que aparece sobre la tarima de la Plaza Roja, justo a la altura de Rodríguez?
– Kruschev.
– ¿Y el tipo de las botas que persigue en todas partes a Rodríguez intentando soltarle un "hola, qué tal"?
– Ése es Bush.
Así, todo. Uno enciende la tele por ver el parte de las nueve, y se le vuelve a aparecer Martín Villa con aquella pinta tan suya de ir a tomar medidas urgentemente, que por algo lo llamaban El Sastre. Después, cambian el plano y le colocan al otro, al que enviaba a la policía de Arias Navarro los vídeos con las caras de los que iban en las manis. Aunque, cuando ya está convencido de que a continuación le van a salir con la tromboflebitis y con que las constantes vitales se mantienen normales, resulta que no. Porque se le ponen a hablar de que lo suyo es la lucha por un plus de libertad abierta en canal durante las veinticuatro horas del día. Desconcertado, ahí el uno se predispone a lo peor; a que tras la publicidad aparezcan los de Jarcha con Rodolfo en medio, enfundado en un poncho y dándole a la guitarra. Pero resulta que tampoco.