Lo que está sucediendo en España tiene clave generacional. Si se trataba de borrar la filosofía política de la Transición y la conciencia cívica de una democracia imperfecta y deseable, con los trazos históricos de su advenimiento, proyección y sentido, lo están logrando. La estancia está aireada, aventado el ambiente de pensamiento, vicio que regresaba una y otra vez sobre las mismas angustias colectivas y tenía la ventaja de metabolizar en cada capa el elixir del genio anterior. Cosa pasada. Lejos de nosotros la funesta manía de pensar, como quería el frontispicio aquel. Objetivo alcanzado. Y el intelecto, mientras, escondido, aterido, desnudo y tiritando desde que le robaron el traje de la cultura en el puerto de arrebatacapas. Nadie sin estabular merecerá ya el nombre de intelectual.
Meca de las ocurrencias y de la inmediatez publicitaria, atmósfera despejada donde la discrepancia es siempre inoportuna. Y las contradicciones, y las dudas. Qué alegría. Brisa fresca y sin pasado (de adanismo habla Alfonso Guerra) de una generación inesperada, súbita, que ha venido a mandar luciendo una plenitud de poder y un vacío de autoridad sin precedentes. Vienen con sus caceroladas y con sus zeroladas, vienen a convertir sus fantasías antifranquistas en operaciones de imagen para la era de los gurús con corbata. Vienen a tocarle la pera a George Bush por pura afición al deporte de riesgo. Generación que no puedo ignorar porque es la mía. La primera opulenta en el país del hambre real y metafórica, visceral y poética, canalla y asceta. La primera sobrada de estímulos, si bien en su mayoría audiovisuales. Amamantada en las ubres catódicas de Laura Valenzuela y sus galas con Joaquín Prat, encanecida con MTV, cool hunters y pícaros que no han leído el Siglo de Oro. La primera que disolverá el alma del Buscón, su instinto persistente, en un grumo prestado o inducido de melancolías espurias: Cuéntame.