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Hace un año o dos leí una de las últimas novelas de Minette Walters, “La forma de la serpiente”, que me interesó. Ahora, por esa anarquía casi absoluta y absolutamente encantadora que reina en la distribución de las novedades y antigüedades del género, he tropezado con la edición de bolsillo de una de las primeras “La mordaza de la chismosa” (Debolsillo, 2004), bastante alejada de la primera en muchos aspectos, salvo el interés. Aunque nació en Inglaterra el mismo año de Martín Amis (1949), nuestra autora parece evolucionar hacia una forma de minimalismo entre el Paul Auster de la “Trilogía de Nueva York” y la Ruth Rendell de “Simisola”: paisajes anodinos; personajes marginales -a veces negros, maniáticos, casi siempre pobres- cuya desaparición no importa a nadie; policías demasiado agobiados por la burocracia para tratar de buscar al criminal, si es que existe; pero todo poseído por una especie de fuerza que parte de la injusticia de la muerte, esa elocuencia muda de las víctimas típica del género negro femenino y que, mediante una técnica narrativa depurada, se convierte en la novela misma.
 
Walters es muy habladora. En su página web www.minettewalters.co.uk lo cuenta casi  todo sobre su vida estudiantil, laboral, matrimonial, paternofilial y caninosentimental. Por lo visto es una especie de progre con tendencias euforizantes, pero, afortunadamente, eso no se transparenta en sus novelas. Y mucho menos en ésta, que tiene el misterioso pero evidente encanto que los paisajes ingleses brindan siempre a la novela criminal. Tanto, que uno no sabe qué fue primero: el género policíaco o los ingleses. En este caso, lo moderno y genuinamente negro, tirando a espantoso, viene en el propio título y se refiere a un instrumento de castigo, la “mordaza de la chismosa”, con la que en la civilizada y democrática Inglaterra se castigaba siglos atrás a las mujeres que hablaban demasiado o llevaban la contraria a sus maridos, que acaso aburridos de la “disciplina inglesa” recurrían a las autoridades para imponerles una especie de casco de tiras de hierro con una mordaza que sellaba la boca parlanchina. Luego hablarán de la Inquisición española.
 
En este caso, todo parte de una muerte con apariencias de suicidio en la que la difunta, con las venas cortadas, lleva puesta esa mordaza de hierro, que guardaba como objeto de adorno pero, según iremos sabiendo, también de uso familiar.La muerta es una rica arpía, mala hasta decir basta, cuyo paso por la tierra ha consistido básicamente en una sucesión de humillaciones y desdenes al prójimo más cercano. El sorprendente testamento de Matilde Gillespie, la vieja arpía muerta, pone en marcha una serie de acontecimientos y de personajes, con el viejo y mediocre detective Cooper en primer plano, que permiten a la autora lucirse de verdad en distintos campos. Salvo el final, demasiado guillotinado para mi gusto, la forma en que se va complicando la trama y van apareciendo atrocidades en la vida de los respetabilísimos personajes de la clase alta británica, sólo comparables en su complicada vileza a los de la clase baja, nos muestra a una autora en pleno dominio de los recursos narrativos. Era su tercera novela desde “La casa de hielo” (1991) y tras el éxito de “La escultora”. No decepcionó. Y, como suele suceder, el salto a las series de televisión de la BBC fue inmediato. (No sé si se han visto en España, aunque no me suenan).
 
Aparte de cierta Ruth Rendell, esta primera etapa de Minette Walters recordará a muchos las novelas de intriga en la Inglaterra victoriana que tanto éxito han reportado a Anne Perry. La hipocresía, el culto a las apariencias y la implacable sordidez de los actores en cada escena del crimen son parecidos, aunque medie casi un par de siglos entre unos y otros crímenes. Quizá los editores de esta historia podrían haberla simplificado evitando el punteo continuo de los fragmentos de diario de la muerta, que culebrean por la novela sin encontrar función definida. Pero ¿quién ha dicho que la autora no debe entretenerse e incluso guiarse a sí misma por su propia historia? Sea como fuera, Minette Walters nos aparece en esta negra historia de sombras británicas como una de las escritoras más poderosas de su generación, ahora en su apogeo.
 
Sobresalen por su complejidad los personajes de la doctora y el pintor Blakeney, cuyos diálogos mordaces resultan muy brillantes, así como el conmovedor y realista de Ruth, la joven insoportable que lleva sobre sí un peso secreto y terrible que nadie podría soportar. También es muy interesante la dialéctica entre los dos inspectores de pueblo, ambos limitados pero ninguno del todo tonto (Flaubert queda muy lejos), que conducen la intriga por los vericuetos de la investigación policial como realmente es: calculando cada esfuerzo en función de la instrucción judicial del caso y de la pena que el jurado podría imponer al culpable. En conjunto, esta obra temprana de Minette Walters no defraudará al lector y le animará seguir leyendo otras novelas suyas más recientes. ¿Cabe elogio mayor?

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