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Jorge Vilches

Debate territorial

Ahora, los socialistas que lloran españolismo por las esquinas del poder piden árnica a Alfonso Guerra. Desmontados Bono, Ibarra y Chaves del caballo de la defensa de lo español, les queda Guerra

Leyendo a Galdós se experimenta el vértigo de la historia; y es inevitable el pensar cómo encajara este periodo histórico que vivimos en la línea del tiempo hispánico. La nación contemporánea ha sobrevivido a cambios de gobierno y de régimen, a guerras civiles y conflictos exteriores, entre el optimismo desbordado y la conciencia marchita de un pasado mejor. Sin embargo, entre todos aquellos vaivenes y convulsiones hubo algo permanente que ayudó a encontrar la prosperidad entre las ruinas: la idea indubitable de la nacionalidad española. El general Prim, catalán y progresista, podía gritar en 1868 “¡Abajo lo existente!” pero, a continuación, exclamaba “¡Viva España con honra!”. El republicano federal y socialista Pi y Margall, también catalán, que postuló la cantonalización del país, siempre defendió que España era una nación. Qué decir de Julián Besteiro o Indalecio Prieto. Ni siquiera entre la extrema izquierda de la última guerra civil faltó lo que Galdós llamó “quijotismo patriótico”.
 
Hoy estamos inmersos en otro cambio, un nuevo trastoque profundo en la historia de España. No obstante, esta mudanza que concierne a la organización y unidad del Estado carece de aquella idea perenne de lo español. Los socialistas de Zapatero creen que están haciendo una justicia histórica, un encaje de la “pluralidad” en la ley. Así, han conseguido que en tan solo un año parezca que todo disparate separatista es posible. Las ideas de Constitución y nación española, además, aparezcan incómodas e inútiles para el discurso político positivo. Y la debilidad y la inactividad del Estado se presentan como un logro, una muestra del talante.
 
Es una cuesta abajo en la que todo se acepta, y nadie se atreve a ir contracorriente. ¿Alguien habla del fracaso del Estado de las Autonomías amovible e indefinido? La transformación de un Estado centralizado en otro casi confederal no ha mejorado la administración, ni ha unido más a los españoles, ni ha fortalecido las instituciones o a los partidos nacionales. Tampoco ha calmado a los nacionalistas, moderados o no, más voraces e impertinentes cada día. Ni tiene sentido el crecimiento de las administraciones regionales en una Unión Europea basada en los Estados nacionales.
 
Ahora, los socialistas que lloran españolismo por las esquinas del poder piden árnica a Alfonso Guerra. Desmontados Bono, Ibarra y Chaves del caballo de la defensa de lo español, les queda Guerra. Lejos está aquel “¡Dales caña, Alfonso!” que los “descamisaos” le gritaban en los mítines para que insultara a la “derechona”. Hoy se le ruega que susurre al oído de ZP que no hace bien al batir palmas a Maragall y Patxi López. Aunque así sea, y Guerra, como presidente de la comisión constitucional, detenga los cambios que descuajeringuen España, el mal ya está hecho. Y está hecho porque la existencia del proceso casi secesionista se ha legitimado desde Moncloa, porque el PSC y el PSE empujan en ese sentido, y porque en esas regiones está perdida a medio plazo la batalla de la opinión pública.
 
Cuando Galdós escribió su episodioLa de los tristes destinos, la desgraciada era la reina Isabel II. Hoy, quizá, habría varios candidatos a tal protagonismo, incluida la propia nación. Pero la esperanza –ingenua, muy ingenua- está en la venta de armas a Hugo Chávez; es decir, si el discurso del “ansia infinita de paz” ha quedado en un negocio multimillonario, en qué no podría quedar el de la infinita concesión a los sueños nacionalistas.

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