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Juan Carlos Girauta

Una vida derribando muros

En sus ojos se habían reunido en los últimos años el poeta, el dramaturgo, el ensayista, el perseguido, el viajero, el testigo, el enfermo, el escogido.

Su peripecia se ha construido con el sufrimiento y con la esperanza, alegoría de todos los hombres. Pero con más sufrimiento y con más esperanza. Ha ido incorporando a su mirada los destinos irrepetibles de los niños, las mujeres, los jóvenes que no ha dejado de bendecir, confirmando su dignidad y libertad esencial. Ha acumulado el peso inconcebible de un compromiso con la humanidad y lo ha soportado sin flaquear, por encima de las limitaciones de una larga enfermedad y a lo largo de una vida tan intensa que parece la de varios hombres.
 
El horror se presentó en el siglo XX vestido de ideología final, de ciencia racial o social, cobrando la forma del nazismo y el comunismo. Con ambos tuvo que enfrentarse. Cuado el primero, pudo derribar las barreras de la desesperanza, el muro de la nada, y mantener viva la llama del artista, del intelectual y del hombre bueno.
 
El otro derribo sería literal, el de la gran barrera que el comunismo había interpuesto entre los hombres y su esencia, entre los hombres y sus nombres, entre sus cuerpos y sus vidas. En una feliz confluencia histórica, Reagan y Thatcher habrían de aprovechar la brecha abierta por el Papa polaco, el hombre fuerte, atlético, extranjero y firme que había ocupado la silla de Pedro.
 
Otro muro se había levantado, denso e invisible, entre la fe y el compromiso con la vida, algunas veces llamado compromiso social. Un muro de equívocos con el que fácilmente chocaba el creyente mientras cualquier ingrediente metafísico se alejaba de su experiencia real. De ese muro también se encargó. Y circuló un poderoso torrente de fe que apagaría el fuego nominal de un credo ideologizado.
 
A nadie se le había ocurrido que pudiera derribarse el alto muro que separaba la persona del Sumo Pontífice de la inmediatez mediática. El muro entre el secreto y el noticiario, el susurro y la megafonía, los salones inaccesibles y los escenarios. Las masas en las calles y Niña Pastori cantándole un Ave María. A nadie se le había ocurrido. Otro muro fulminado para alegría de millones de almas que contradecían la lógica del siglo de todos los horrores y todas las renuncias, la lógica de su intelectualidad. Alegría que estallaba, contra todo pronóstico, renovando el mensaje inagotable de Jesús de Nazaret.
 
El hombre que derribaba los muros había sumado a su mirada de anciano la profundidad abismal del dolor y de la inteligencia –que acaso es la misma– y la altura solitaria del mensaje de la salvación. En sus ojos se habían reunido en los últimos años el poeta, el dramaturgo, el ensayista, el perseguido, el viajero, el testigo, el enfermo, el escogido. Traspasó los muros de la tecnología despertando una emoción inmediata a través de los haces de electrones, de las pantallas o las fotografías. Se acaba de enfrentar al último muro, el único que todos los hombres derribamos.

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