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EDITORIAL

El ocaso de un Papa excepcional

Hoy nos ha abandonado un hombre bueno, un hombre íntegro, un hombre virtuoso. Nos queda su herencia, nos queda su palabra: "Vosotros sois la esperanza de la Iglesia y del mundo. Vosotros sois mi esperanza"

“Cristo no se bajó de la cruz” solía decir Juan Pablo II cada vez que alguien le recordaba los sufrimientos físicos que padeció durante sus últimos años de pontificado. Karol Wojtyla tampoco lo hizo. Ha coronado hasta el último paso su propio calvario dando un ejemplo de determinación, fortaleza y santidad. Ese cardenal polaco que llegó a Papa en 1978 quebrando una tradición centenaria de pontífices italianos ha entregado su alma del modo y manera en que el vicario de Cristo ha de hacerlo, es decir, sentado en la silla de San Pedro sirviendo hasta el último instante.
 
Dejando al margen los continuos problemas de salud que afligieron al ya fallecido Papa en su último año de vida, Juan Pablo II ha sido el protagonista de un pontificado excepcional, ha sido, como bien dijo monseñor Rouco Varela en cierta ocasión, un Papa que ha roto los moldes de los grandes Papas. Muy lejos de la figura distorsionada con la que ciertos sectores han acostumbrado a presentarle, el Sumo Pontífice ha destacado en todos los campos donde ha extendido su mano. Desde su inesperada elección en aquel convulso cónclave que sucedió a la muerte de su antecesor, Juan Pablo II tuvo como prioridad hacer de la Iglesia católica una comunidad unida en torno a los valores esenciales del humanismo cristiano. Pero no se quedó ahí. Entre sus muchas virtudes se encontró la del ecumenismo, del que fue gran valedor y defensor. De hecho, el Papa que nos acaba de dejar fue el primer obispo de Roma que entró en una mezquita, el primero que visitó una sinagoga y, naturalmente, el primero en la historia de la cristiandad que habló de los judíos como “nuestros hermanos mayores”. Un ejemplo vivo de diálogo, sacrificio y entrega por unos principios en los que creía con todas sus fuerzas.
 
Tras casi tres décadas de papado poco se puede decir que ya no se sepa de un periodo en el que el mundo ha cambiado a una velocidad sorprendente. Juan Pablo II, como timonel de la Iglesia Católica, ha guiado a la milenaria institución por el camino adecuado con firmeza, carisma y sabiduría. Porque, aparte de un gran jefe espiritual, el recién fallecido Papa ha sido un hombre de Estado de talla superlativa. En el mundo hay casi mil quinientos millones de católicos, una buena porción de la humanidad que se extiende por los cinco continentes. El compromiso de Juan Pablo II fue con todos y cada uno de ellos, pero también con el resto del género humano.
 
Muestra de ello es la batalla que presentó al comunismo que hasta hace quince años sojuzgaba media Europa, incluida su patria natal. Cuando fue elevado a la sede pontificia el imperio soviético se encontraba en su apogeo y se antojaba invencible. Nada más lejos. Haciendo buena una de sus máximas, “el mal, por muy grande que sea, siempre se vence con el bien”, y aprovechando la revolución de la libertad patrocinada por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, Juan Pablo II plantó cara a las dictaduras que devastaban la Europa secuestrada al otro lado del telón de acero. Su victoria, la del bien sobre el mal, la de la libertad sobre la tiranía, es acaso el mejor legado político que ha dejado para la posteridad y un regalo de incalculable valor para las generaciones venideras.
 
Como digno heredero del Apóstol San Pedro llevó la palabra de Dios a todos los rincones de la tierra congregando a su alrededor a multitudes millonarias. Ha sido el Papa viajero, el Papa peregrino y el Papa evangelizador por excelencia. 105 viajes a 130 países diferentes, una marca que será muy difícil igualar. Sólo España recibió cinco visitas de Su Santidad, la última hace poco menos de dos años. En todo el mundo su mensaje fue escuchado por millones de personas, un mensaje de paz sin adornos retóricos, sin dobleces, que atrajo a los jóvenes con un magnetismo especial. Con Juan Pablo II se ha ido uno de los principales Pontífices de la historia pero no sólo eso. Hoy nos ha abandonado un hombre bueno, un hombre íntegro, un hombre virtuoso. Nos queda su herencia, nos queda su palabra: "Vosotros sois la esperanza de la Iglesia y del mundo. Vosotros sois mi esperanza".

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