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Víctor Gago

Moratoria turística, lecciones de un error

La Ley de Directrices es otro intento fallido de hacer felices a quienes no esperan tanto de los políticos; sólo que derriben los obstáculos que se interponen entre el mérito y la independencia personal.

Con el respaldo de todos los Partidos parlamentarios, la Ley de Directrices Económicas ha dictado a los canarios cómo y cuándo sacar provecho de su renta, su esfuerzo y sus propiedades. Dos años después de su aprobación, es un buen momento para evaluar si esa intromisión merece la pena. Incluso las buenas intenciones –sobre todo, éstas– necesitan ser vigiladas cuando inspiran una decisión de Gobierno.
 
El número de plazas de vacaciones ha aumentado en 40.000, durante el periodo comprendido entre la aprobación de la llamada “moratoria turística” de 2001 –antecesora de la Ley de Directrices– y septiembre de 2004. Se han construido aproximadamente 25 nuevas plazas cada día, en Canarias, en plena vigencia de la prohibición. Se trata de unidades autorizadas antes de la entrada en vigor de la moratoria. Suponen casi la mitad de las plazas con licencia en regla existentes antes de que el Gobierno promulgase el frenazo.
 
Los políticos nacionalistas planificaron un acceso ordenado al mercado, a lo largo de diez años, pero las nuevas plazas se han agolpado en el momento menos indicado, coincidiendo con un cambio de la demanda de servicios turísticos hacia destinos más competitivos en precios y calidades.
 
La moratoria, y las Directrices Económicas a las que da lugar, no producen una oferta de mayor calidad ni preservan los valores del territorio de manera más eficiente de lo que lo harían las regulaciones sobre el territorio y los servicios turísticos que existían antes de la Moratoria. Más de la mitad del suelo de Canarias tiene el máximo grado de protección medioambiental. De hecho, Canarias es la región española con más parques nacionales, establecidos en Tenerife (Teide), Lanzarote (Timanfaya), La Gomera (Garajonay) y La Palma (Taburiente). Gran Canaria está a punto de ser declarada Reserva Mundial de la Biosfera por la UNESCO. Y la actividad turística se somete a una de las normas más estrictas y recientes de la Unión Europea, la Ley de Ordenación del sector aprobada en 1995.
 
Si un turista de sol y playa es reemplazado por otro con mayor capacidad de consumo, y de costumbres más refinadas, en nuevos hoteles y apartamentos no será por decreto, sino porque tanto uno como otro encuentran información suficiente en el mercado para tomar sus propias decisiones. No hay nada que impida que las corrientes de localización y deslocalización que están sacudiendo el sector industrial afecten en el futuro al consumo de servicios turísticos. Lo que parece seguro es que ninguna Ley, y menos una basada en patrones de planificación central, podrá evitar o adelantar una determinada tendencia.
 
Peor que engañarse por la ilusión de racionalidad que empuja a dirigir la economía, es seguir mintiéndose, y mintiendo a los demás, sobre los verdaderos efectos que esa fatal arrogancia provoca en los planes de independencia de miles de personas. La “moratoria turística” y la Ley de Directrices Económicas que la desarrolla son una funesta tentativa de interferir en esa esfera.
 
Los políticos no advirtieron, en su momento, que la visión que la inspira es la desconfianza del futuro; que el cálculo en el que se apoya es un delirio apocalíptico sobre el consumo de suelo, y que el régimen de prohibición y confiscación que impone acabará promoviendo los efectos contrarios a los que persigue.
 
Todo empieza a indicar que los partidos políticos se equivocaron. La tentación intervencionista enseña que es muy difícil dejar a la gente en paz, sobre todo cuando se tiende a confundir representación con tutela, tal y como propenden los gobiernos de corte populista. La Ley de Directrices es otro intento fallido de hacer felices a quienes no esperan tanto de los políticos; sólo que derriben los obstáculos que se interponen entre el mérito y la independencia personal.

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