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José García Domínguez

Good save the Queen

Sí, la alianza secular del Trono y el Altar era historia, mas todavía no habían secado del todo los cimientos de la coalición que habría de sucederla: el gran pacto de sangre entre las Casas Reales europeas y los guionistas de Tómbola

Hubo un tiempo en el que los monarcas procuraban esforzarse por conservar la cabeza encima de los hombros, el lugar más prudente para preservarla de los erráticos cambios de humor de sus amados súbditos. Eso era cuando aún tenían a gala velar por mantener la corona bien lejos de cualquier otro miembro que no fuese su regia testa. Por ese entonces, creo que fue el soberano de los belgas Leopoldo II (y si no fue ése, sería otro que para el caso tanto da) quien hasta tuvo el buen criterio de declarar: “Mi oficio me obliga a ser monárquico”. Y es que, antes, los reyes solían ser monárquicos.
 
En aquellos tiempos no tan lejanos, la dificultad extrema de discernir si uno se encuentra ante Los Windsor o frente a Los Simpson aún no asaltaba a cualquiera que pasase delante de la pantalla encendida de un televisor. Así, los príncipes, por muy descerebrados que salieran, se abstenían de presentarse disfrazados de oficiales de las SS a la hora de la merienda; por su parte, los reyes, cuando traspasaba un Papa, procuraban no deletrear que había concluido un pontificado guay, ni recurrir a otras siete palabras por el estilo. Y parece que fue ayer, pero no. Porque, precisamente, ayer fue ayer, y ya no resultó igual sino todo lo contrario.
 
Ciertamente, eran otros tiempos. La legitimación divina de las monarquías había terminado. Sí, la alianza secular del Trono y el Altar era historia, mas todavía no habían secado del todo los cimientos de la coalición que habría de sucederla: el gran pacto de sangre entre las Casas Reales europeas y los guionistas de Tómbola. Y es que, por lo visto, la modernización de las monarquías consiste en eso: en ser los más plebeyos de los plebeyos, precisamente cuando la masa alza su voz exigiendo su democrático derecho a conducirse como una princesa caprichosa.
 
Uno lee a la Fallaci describiendo a esos millones de cortesanos de la muy adulada juventud europea. El retrato preciso de los universitarios analfabetos que confunden a Mussolini con Rosselini; que de Napoleón únicamente les suena que fue el marido cornudo de Josefina; y que tienen a los Carbonarios por unos que vendían carbón. Contempla la instantánea de esos aristócratas del mando a distancia que, sin embargo, dominan el arte de permanecer drogado todo un fin de semana; de dejarse en unos pantalones tejanos el equivalente al sueldo de un obrero; de hacerse regalar un coche nuevo justo el día que cumplen los dieciocho; y de ser mantenidos hasta más allá de los treinta por los padres. Observa uno el retrato puntillista de ese huida colectiva de cualquier cosa que no parezca sonar a cinismo y sí a responsabilidad, y descubre, al fín, la Alta Escuela, el valioso espejo en el que se quieren reflejar las muy constitucionales monarquías europeas del siglo XXI.
 
Hubo un tiempo en el que Lampedusa, un monárquico inteligente, propugnó que todo debía cambiar para que todo siguiera igual. Hoy diría lo contrario: que si todo sigue igual, todo acabará por cambiar pronto. Y no sólo en Inglaterra.

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