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José García Domínguez

Contra Francia

Francia es un país anclado a la nostalgia del mito de Francia. Y fiel a sí mismo, en pleno 2005 dispone del mejor sistema cultural, ideológico y económico para triunfar en el siglo XIX

Cuando París aún valía una misa, Proust descubrió la fórmula para diagnosticar sin margen de error el síndrome de la decadencia en la aristocracia gala. Así, llegaría a la conclusión empírica de que la clave se ocultaba en el rito ceremonial de tomar el té. De tal guisa que –concluyó– los que en aquellos espejos de vanidad ya sólo se pudieran rodear de Grandes de España, habrían alcanzado el punto de no retorno en la pendiente del ostracismo. No era mismamente el “Siempre nos quedará Rodríguez” que –dicen– susurra Chirac por los jardines del Eliseo, embutido en una gabardina de los Albertos. Pero casi. Vaya, de aquellos polvos, estos lodos (o al revés, si uno ha de creer los chismes de la prensa francófona de Suiza).
 
El caso es que, desde entonces, Francia es un país anclado a la nostalgia del mito de Francia. Y fiel a sí mismo, en pleno 2005 dispone del mejor sistema cultural, ideológico y económico para triunfar en el siglo XIX. En efecto, está extraordinariamente bien dotada para desenvolverse en un universo lento, simple, previsible y cerrado; es más, en cualquier mundo que no se pareciera en nada a éste, resultaría imposible superarla en terreno alguno. El secreto de cómo lo han logrado es sencillo, reinstaurando el Antiguo Régimen. Lo explica Revel: “la alta administración equivale a la nobleza de corte; los funcionarios, a los caballeros; los subvencionados de la cultura, al clero; los grandes financieros, a los monopolistas de especias; los profesionales liberales, a los togados; y los que han de trabajar para el mercado, al tercer estado”. De todos modos, y con ser notable ese parto, la madre patria de José Bové y de Bokassa I el Caníbal, aún fue capaz de engendrar otra criatura a su imagen y semejanza: Uropa; esa Ínsula Barataria que ahora ya sólo habita ZP (cómo será su soledad que a Pepiño quiere rebautizarlo Viernes).
 
“Hablan de Tocqueville pero, no te engañes, sólo es por buscar en sus páginas el rastro de Luis XV”, alertaba Revel. Y no podía ser de otro modo: Uropa, la hija putativa, salió calco milimétrico de la madre. Melliza francesa fue esa Uropa que ahora repudian. Como dote suya fueron los derechos privados, los privi legios de la alta nobleza funcionarial de Bruselas que agranda su diezmo feudal gracias a la expansión indefinida del Presupuesto. Igual que a París se debe esa grotesca prostitución de los principios democráticos que, pomposamente, dieron en llamar Unión Europea; ese castillo de naipes marcados por cuyos pasillos no dejó de vagar ni un instante el fantasma de Luis XV –y el de los otros catorce–. Allí se atrincheraron los estamentos dirigentes del Antiguo Régimen. Y allí se vino humillando al tercer estado hasta el parricidio del domingo. Pero no hay mal de cien años dure: Uropa ha muerto. ¡Por fin!

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