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José García Domínguez

Los amigos invisibles de la ETA

Esta mañana, el inquilino del puente aéreo se conforma con los propios de Duran Lleida y Mas; renuncia, pues, a leer a la madrugadora legión savonarolas en nómina de Maragall y la Esquerra que se apelotona en el kiosco del Prat

Haber de viajar todas las semanas del año a Madrid le ofrece a uno la posibilidad de descubrir otra de esas paradojas terminales de las que suele hablar Kundera en sus ensayos. Y es que, inmerso en su ir y venir constante, no tarda el turista accidental en atisbar, atónito, que la capital de España alberga a más nacionalistas catalanes que Barcelona.
 
Acudía el explorador a la Corte prevenido del inmenso daño que la imitación de los príncipes apocados suele ocasionar en los espíritus gregarios. Tampoco era ajeno el transeúnte a la fijación de Rodríguez por trabajarse una portada en la Revista Internacional de Psicoanálisis. Ni ignoraba que la nueva psiquiatría de la escuela de los camisas negras se expande por doquier, vía el consultorio analógico de la Cafarell. Ya saben: el catalán que crea a España su nación, es reo de trastorno mental y vive preso del “auto odio”; el no catalán que mantenga lo mismo, desprecia a Cataluña y, no podría ser de otro modo, también le falta un tornillo. Pero no obstante ser conocedor de tales plagas, el forastero jamás logrará esquivar la perplejidad cuando haya de toparse, en plena Gran Vía, con tamaña legión de zascandiles prendados de sus sepultureros.
 
Así, hace una semana, gracias a la pedagogía editorial de El País supo el desplazado que llevaba toda una vida errado en la falaz creencia de ser español de nacionalidad. Mas cuando casi me lo persuaden de la gravedad de su alucinación, tocó volver a Casa Nostra. Y entonces, ¡ay!, ya lo aguardaban otros del país para trocarle condición nacional y destino lapidario por el mismo precio. De tal guisa, ojeaba esta mañana el itinerante un periódico regional cualquiera. Luego, al azar, elegía la pieza de uno de tantos columnistas domésticos. Resultó ser de un cierto Enric Vila, catalanista moderado y tibio, de ésos de la cuadra de CiU (al parecer, depone su ciencia el tal Vila en la fundación pujolista que pastorean los incorruptibles Macià Alavedra y Prenafeta).
 
Dada esa condición suya de moderado y tímido, nuestro Enric se provee de un amigo imaginario –lo sueña empresario– para mercadear las ideas por las que cobra su soldada. Y, hoy, de esa boca invisible hace escupir lo que sigue: “El citado empresario, después de haberse declarado partidario de ETA y asegurarme que la única solución es tirar una bomba atómica sobre Madrid, me confesó que el odio que siente le inquieta (…) Yo creo que este hombre es una persona buena, inteligente y sensible”. Más adelante, ya superado el miedo a la primera persona del singular, nos hace partícipes del anhelo de que se produzca el progrom definitivo contra esos herejes, los falsos catalanes: “Delante de tanta insensibilidad”, se refiere a los disidentes locales, “se llega a comprender que incluso un hombre como Pompeu Fabra acabase creyendo que la única solución para Cataluña es la violencia”.
 
Es suficiente. Esta mañana, el inquilino del puente aéreo se conforma con los propios de Duran Lleida y Mas; renuncia, pues, a leer a la madrugadora legión savonarolas en nómina de Maragall y la Esquerra que se apelotona en el kiosco del Prat. De paso, también se promete devolver a la Gran Vía el enérgico comunicado de repulsa que llegue cuando se produzca el próximo atentado –sólo es cuestión de tiempo–. Ha decidido remitirlo adjuntando fotocopia del editorial de la semana pasada. Será un gesto testimonial. Para hacer país, como dicen ellos.

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