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Luis Hernández Arroyo

Opinión Pública

Vivimos un momento de apoteosis del poder de la OP; imposible desmarcarse demasiado de su tiranía, como puede demostrar el caso paradigmático y doloroso de Aznar

En las ciencias sociales al uso no se tiene en cuenta, a mí entender, el elemento esencial que todo lo condiciona: El poder. Esto es especialmente cierto en la “ciencia” económica, y más ahora, que se ha embarcado en un camino sin retorno de complejas pero estériles técnicas matemáticas, tanto más estériles cuanto más complejas. Ya pueden los modelos pronosticar un resultado cuantitativo sobre una variable, que si acierta es por puro azar, como lo demuestra la fugacidad de su pretendida validez. Lean los escépticos sobre lo que digo el trabajo de Lawrence Summers sobre la esterilidad absoluta y total de la econometría en la historia de la ciencia económica. Su conclusión es maravillosamente sencilla: los grandes avances en economía han sido el establecimiento de relaciones cualitativas fuertes de causalidad como por ejemplo, la convincente demostración de Milton Friedman, en su monumental trabajo “La historia monetaria de los EEUU”, de que las variaciones de la cantidades monetarias determina la inflación. ¿Qué decir de la gran aportación de Ricardo –según Ludwig von Mises, la ley económica más importante– sobre la ventaja comparativa de los factores? Para quien no haya pensado en ello, la existencia de la ventaja comparativa (y no absoluta) de los factores permite que el más lerdo de los lerdos pueda ganarse la vida, pues será capaz de ofrecer al menos una ventaja relativa frente a la superior inteligencia de un Einstein. Y si no viviéramos en una sociedad totalmente desorientada, una de las obligaciones del estado sería usar sus recursos para abrir al límite el abanico de posibilidades de incorporar a la oferta todas las ventajas comparativas cuya productividad alcance a pagar un salario, compensando con ayudas lo que tenga ese salario de insuficiente para vivir dignamente. Así, el estado no cercenaría, como lo hace ahora con sus intromisiones y subvenciones sin sentido, la oferta potencial. Es evidente la relación de esta ley con la ley de Adam Smith de la división del trabajo, y ambas trabajando juntas nos llevaría a una sociedad de oferta en constante crecimiento de creatividad, oportunidades y calidad de vida, y mucho mejor preparada para hacer frente a eventos adversos inesperados. El gran avance de EEUU frente a la estancada Europa se debe a esto, y no a que sean tecnológicamente más avanzados.
 
Pero existe el poder. Y existe la opinión pública (OP). El poder está limitado siempre, pero más en democracia, por la opinión pública. Debemos ser todo menos ingenuos sobre la opinión pública: por definición, tiene el nivel del mínimo común: siempre habrá una distancia entre la opinión informada y la OP. Intentar allanar esa distancia es inútil y va contra el avance de la sociedad, pues contra la excelencia; debemos desear que sobresalga la excelencia, por el bien de todos.
 
Vivimos un momento de apoteosis del poder de la OP; imposible desmarcarse demasiado de su tiranía, como puede demostrar el caso paradigmático y doloroso de Aznar. Cuando Ortega y Gasset se quejaba de la tiranía de la OP, no había visto su apoteosis. Sí, la OP, hábilmente guiada por la demagogia, puede hacerse con el poder y permanecer en él largo tiempo. Pero, ¿qué relación hay entre esto y la economía “artificiosa”? Pues la economía, cuanto más artificiosa y abstrusa, más estupideces puede demostrar, y más fácilmente utilizable por el poder para manipular la OP y achantar a los expertos, que es la tentación de todo gobierno. En realidad, lo que consigue es crear una zona de sombra en la que no es fácil penetrar críticamente, como pasó con la gran estafa del euro. La verdadera democracia exigiría argumentos económicos sencillos y comprensibles, asequibles al profano. Ello, ciertamente, requeriría otro tipo de políticos. Pero los profesionales podemos hacer algo para frenar la confusión. Huyamos de argumentos pretendidamente científicos, escasamente honrados, por muy grande sea el renombre de quien los vende. Pues en esto sucede como con el arte subvencionado: Es un horror, pero nadie se atreve a decirlo.

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