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Serafín Fanjul

“No tenemos miedo”

Rodríguez y su gavilla de rendidos preventivos no cayeron del cielo, sino que son excelentes representantes de los dos o tres millones de personas que cambiaron el voto en el último instante.

En mi primer artículo en estas páginas electrónicas manifestaba mi deseo de “ser americano”. De la inteligencia de los lectores cabía esperar que comprendieran que esa era pura declaración retórica con vistas a señalar, a contrario, alguna de las taras omnipresentes en la nacionalidad que realmente poseo. Así lo entendió casi todo el mundo, si bien no faltó alguna comunicanta –que diría Dixie la Anglicana– que, tomando al pie de la letra la cuchufleta, me recriminó por emilio ante tamaña defección. Esto tampoco es muy importante: no estamos para pasar la vida comentando los alardes de agudeza intelectiva de esta o aquella señora. Más bien la preocupación actual surge de la contemplación de las imágenes de las manifestaciones habidas en Londres en respuesta a los crímenes de los terroristas islámicos. Se han hecho las más variadas exégesis, todas consabidas, esperables, obvias, acerca de la abyecta actuación del PSOE (y de IU y demás pitufos, no los olvidemos) en nuestro marzo de Pasión de 2004; se ha desmenuzado la muy distinta forma de encajar el golpe por parte de ingleses y españoles, aunque, a mi juicio, en este capítulo no se ha pasado de generalidades y vagos aspectos superficiales.
 
No es que ahora el arriba firmante pretenda repetir la finta retórica diciendo que “quiere ser inglés”. No, pero sí parece conveniente refrescarnos la memoria en cuestiones sobre las cuales se pasa a matacaballo o no se pasa en absoluto. En una de las fotos de ayer, en Londres, un manifestante enarbola una bandera británica y dentro de ella campea la leyenda We are not afraid (No tenemos miedo). Más que embarcarme en grandes análisis me limitaré a comparar esa imagen con mi experiencia del 11 de marzo mismo. Lo he contado en alguna ocasión, pero no huelga referirlo aquí: en la tarde de los atentados de Atocha pasé por la Puerta del Sol y en la plaza, que no es chica ni estaba vacía, sólo había, entre el público, una bandera nacional, la que cubría a un niño ecuatoriano en su carrito infantil. Detrás de él, tres mujeres jóvenes y frágiles, maravillosas, se mantenían dignas y serias, transmitiéndonos su solidaridad y su amor, demostrando con el gesto y con la acción que ellas sí son de los nuestros, pese a diferir sus caras tanto de las españolas. Me acerqué a darles las gracias y a devolverles un poquito del afecto que nos regalaban. No sé si se sorprendieron ante mi reacción, tal vez por la falta de costumbre de ver españoles que se permitan tales espontaneidades fuera del carril de lo aceptado hasta en las manifestaciones de dolor. No sé. Lo que si recuerdo bien es que frente a la puerta de la Comunidad de Madrid una patulea de indígenas insistía en convertir en romería progre o en carnaval barriobajero la tragedia de la jornada: “Un bote, dos botes, etarra el que no bote”. Entonces todo el mundo estaba persuadido de que había sido la ETA, en solitario, la responsable. Agregaban otros lemas no menos alentadores para sumarse a ellos. La bandera del país y hasta su nombre brillaban por su ausencia, dejando bien claro que aquellas gentes, supuestamente solidarias, no tenían muy claro por qué habían asesinado a doscientas personas: en el aire quedaba, y quedó flotando, gracias a los políticos en la manifestación-monstruo del día siguiente, que los asesinados lo fueron por medir 1.70 de estatura, o por ser aficionados a la tortilla de escabeche o por tomar el sol en la playa. A saber. Ninguna conexión con el país en que vivían. El país…¿qué país? Con razón los asesinos musulmanes apuntaron al más débil, al más acomodaticio y cobarde.
 
Unos años antes, en esa misma plaza y casi en idéntico lugar, me fui asqueado al oír el mismo sonsonete del etarra que no bote: acababan de asesinar a Miguel Angel Blanco y a la jarana celtíbera no se le ocurría nada mejor que ponerse a dar saltos y a corear bobadas. Nunca he asistido, ni asistiré, a los festivales de lacitos, manitas blancas, minutos de silencio y otras atracciones a que me convocan los Ilustrísimos y muy Magníficos Rectores en mi Universidad cada vez que un asesino propio o ajeno decide arreglar una parcela de su mundo enloquecido. El crimen no se combate con folklore sino con medidas muy reales y concretas que todos conocemos y que, en España, casi nadie se atreve a aplicar y, menos aun, a mencionar. La primera, siendo serios; la segunda, no acollonándose ante la agresión; y la tercera, actuando. Como hacían los españoles de otros tiempos, no muy lejanos. Ni los rojos, ni los azules de los años treinta habrían reaccionado como se hace en la actualidad, es decir, sin reaccionar en absoluto, sin contestar de ningún modo, no más palpándose la tarjeta Visa y murmurando que no se puede hacer nada. Claro que entonces los políticos no se repartían el Premio Naranja y el Premio Limón, ni se iban a cenar todos juntitos, ni hacían inversiones y negocietes en comandita.
 
¡Pobre de don Claudio Sánchez Albornoz si siguiera vivo en nuestros días! Pobre, con su idealista y romántica teoría del espíritu gallardo y pugnaz de los habitantes de esta península, espíritu de eterno español, desde Altamira hasta mucho más allá de la desaparición de la especie sobre la faz de la Tierra. Un supuesto carácter firme y valiente, siempre dispuesto a responder a la agresión o al insulto con otros mayores. Pero se desinfló el muñeco. ¿Fueron así nuestros antepasados? Quedémonos con la ilusión de que muchos de ellos, sí. Como tampoco ahora estábamos todos listos para la rendición, pero Rodríguez y su gavilla de rendidos preventivos no cayeron del cielo, sino que son excelentes representantes de los dos o tres millones de personas que cambiaron el voto en el último instante. Por pánico, por cobardía, porque a mí no se me ha perdido nada en la guerra de Aznar. Eso sí: la inhibición y el conmigo no va bien enmascarado en proclamas de adhesión a los pobres de la Tierra, la repulsa platónica que a nada compromete por guerras lejanísimas, pero sin mojarse en el asalto interno que sufrimos desde hace cuarenta años. Y sin querer traspasar el idílico y recoleto rinconcito de vacaciones, fines de semana, coche, Internet y lo que caiga y nos haga olvidar la realidad exterior a nuestro mundo entre algodones. Después del hambre y calamidades que padecimos en otros tiempos nos hemos olvidado (se han olvidado) de que la paz, relativa, y el bienestar, también relativo, no son maná de las nubes y se pueden terminar si continuamos por el tobogán de las concesiones a los asesinos que, en esta ocasión, han golpeado en Londres. Vienen a por nosotros y aquí la única respuesta que se les da es la jaimitada de la Alianza de Civilizaciones. ¿Cuántas Atochas necesitan los españoles para empezar a enterarse de lo que está sucediendo?

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