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Victor D. Hanson

Cómo perder una guerra

Por eso en lugar de concentrar nuestra atención en las madrasas y las mezquitas que predican el odio, nos esforzaremos en aprender más sobre la cultura islámica, como si nuestra propia insensibilidad fuese la verdadera culpable

Los ataques del 7-J en Londres son otro golpe en la guerra que empezó el 11-S. Sus orígenes son fáciles de comprender a fondo: Una minoría de extremistas musulmanes, que son pocos pero forman una minoría de unos cuantos millones, se resienten profundamente por la erosión de la vida en Oriente Medio y otras áreas musulmanas. Un sistema de comunicaciones globalizado les recuerda a diario lo atrasado que está Pakistán comparado con India, cuánto mejor le va a Corea del Sur o a China pero no a Egipto y qué confortablemente se vive en la infiel América de Norte o en Europa pero no en Siria o Argelia.
 
Regímenes autocráticos, economías estatizadas, apartheid de género, corrupción, ausencia de una prensa libre, todo eso y más retarda el crecimiento económico desde el Golfo hasta Marruecos. En respuesta, los regímenes teocráticos como el talibán o la mulocracia iraní le echan las culpas a Occidente por su autoinfligida miseria e incapacidad. Pero aún más frecuentemente que eso vemos a dictadores astutos como el baazista Sadam, la familia real saudí, la cleptocracia egipcia o el régimen militar pakistaní dando rienda suelta a los islamistas –por no decir disimulado apoyo– para desviar la culpabilidad de sus propios errores hacia Estados Unidos y los “judíos”.
 
Un deshonrado mundo islámico –con viviendas deplorables, malnutrido y mal informado– se alimenta de la mitología que dice que lo único necesario es creer ciegamente y regresar al siglo VIII para recuperar las glorias pasadas del Califato y detener la decadente intrusión de la cultura popular y del consumismo occidental.
 
De modo que, cuando los terroristas atacan en Londres, Bali, Nueva York o Madrid, operan bajo una variedad de supuestos. Puede que los gobiernos de Oriente Medio desaprueben sus métodos públicamente, pero en privado respiran aliviados que todavía no sean sus propias cabezas las que los agentes de Al-Qaeda estén buscando. Los quistes islamistas están profundamente enraizados en el sistema nervioso central de los servicios de inteligencia pakistaníes, por no mencionar la Casa de Saud.
 
Igualmente, el público musulmán en Oriente Medio puede reprobar el terror pero en privado a menudo se sienten satisfechos cuando también los occidentales son humillados. Su subliminal complacencia en la desgracia ajena tiene su origen en el viejo antisemitismo –siempre pueden decir que el 11-S o el 7-J lo perpetraron los judíos o Israel– así como en la profunda vergüenza que sienten al sentirse atraídos por la opulencia y el consumismo occidental. Por eso, después de un 11-S o un 7-J vemos el escalofriante ridículo de imanes asegurándonos que “El islam no aprueba esas cosas” mientras que las camisetas con la imagen de Bin Laden o las copias de Mein Kampf se venden como churros en el mundo árabe.
 
Un tercer supuesto importante es la negación de la culpabilidad: Al Qaeda o sus Mcfranquicias en Europa siempre son consideradas responsables de cosas como lo de Madrid o Londres. Parece ser que estos grupos jamás visitaron las áreas fronterizas de Pakistán, nunca cobraron un céntimo de príncipes saudíes, nunca viajaron por Siria de camino a este u otro campo de entrenamiento terrorista. Lo peor es que, además, vemos que ninguna nación que ayuda a los terroristas tiene que rendir cuentas seriamente por ello. Que los ataques sean periódicos en lugar de diarios y que la mayor parte de la reserva petrolífera esté en Oriente Medio facilita que los occidentales convivan con el derramamiento de sangre en lugar de lanzar un ultimátum en serio.
 
Cuarto y el más importante: los terroristas y sus partidarios entienden que, de manera extraña, Occidente no sólo está dividido sino también que su estrechez de miras va en aumento. Ha perdido la confianza en su vieja devoción al racionalismo, la libertad de expresión y el empirismo, los han cambiado por las deductivas doctrinas casi religiosas de la equivalencia moral y el pacifismo utópico. Los partidarios de Al Qaeda dirán que las víctimas del 7-J fueron asesinadas por lo de Afganistán o Irak, “Bush mintió y miles murieron” y esa estúpida consigna será debidamente repetida por los occidentales en su búsqueda llena de culpabilidad porque “algo habremos hecho nosotros para provocar esto”.
 
Por eso en lugar de concentrar nuestra atención en las madrasas y las mezquitas que predican el odio, nos esforzaremos en aprender más sobre la cultura islámica, como si nuestra propia insensibilidad fuese la verdadera culpable. Nuestros abuelos podían despreciar el Bushido –el culto al guerrero en Japón— sin preocuparse por si estaban siendo injustos con los budistas; pero nosotros, que tenemos menos convicciones y hasta menos coraje, no podemos hacer lo mismo.
 
En pocas palabras, ahora ya sabemos que es lo que podemos esperar de los atentados de Londres y de los otros que vendrán. No habrá ningún esfuerzo para castigar a los países que subvencionan a Al Qaeda. Los críticos se aferrarán al mito de que los británicos recibieron lo que se merecían. La obsesión primordial de muchos occidentales será mostrar más sensibilidad hacia el islam, no hacia las víctimas de aquellos que matan en su nombre. Y todos nos consolaremos con la idea que sólo fueron unas cuantas docenas esta vez.
 
¡Qué manera más extraña de librar una guerra!

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