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Juan Carlos Girauta

Perplejidad

lo que menos cuadra en esta trágica historia, rara rarísima pero, como hemos visto, ni única ni nueva, es que haya “habido una cierta resistencia a la investigación”, según informa el ministro del Interior

Hay gente que se pone como loca. Un agricultor se mete en un cuartel, se quita los pantalones y empieza a golpearse con todo cuanto encuentra, con el suelo, las farolas, los bordillos, las botas de los guardias y hasta las porras eléctricas o extensibles que, con diabólica pericia, logra encontrar en un lugar donde no las hay porque están prohibidas. Todo para consternación de los presentes, que intentan calmar al hombre sujetándole brazos y piernas y tendiéndolo en el suelo. Pero él dale que te pego, se da en los ojos, en la mandíbula, en la nariz y en la frente, en el tórax y en los riñones, hasta que consigue romperse el esternón y se asfixia ante la impotente mirada de un teniente, siete guardias y un alumno.
 
Se ignoran las razones del arrebato del agricultor, felizmente casado en segundas nupcias, padre, dueño de un bar. Nadie se explica por qué se ha propinado semejante paliza en el patio de un cuartel al que había entrado a poner una denuncia. En un lamentable error, acaso explicable por los nervios, dos guardias se presenten en casa del finado y le comunican a la familia una causa de muerte inexacta: infarto de miocardio. Casualmente, en el mismo error incurrirá la Comandancia al emitir un documento sobre el asunto y, de nuevo, en una nota de prensa.
 
Pero lo que ya resulta del todo inexplicable es que el director general de la Guardia Civil quisiera trasladar de destino al teniente de veintinueve años, mancillando lo que –según el propio Gómez Arruche– tenía todo el aspecto de convertirse en una brillante carrera. O que, en el colmo del absurdo, Defensa suspenda por seis meses a todos los guardias presentes por el simple hecho de haberse topado con un forzudo que escogió su cuartel para suicidarse.
 
Extraño, sí, aunque también es cierto que, desde principios del siglo pasado, la historia y las hemerotecas de todo el mundo reflejan casos de personas que, una vez se ven dentro de dependencias policiales, experimentan una invencible pulsión autodestructiva que les lleva a azotarse con toallas mojadas, aplicarse electrodos en los testículos y arrojarse por ventanas y huecos de escalera.
 
Realmente, lo que menos cuadra en esta trágica historia, rara rarísima pero, como hemos visto, ni única ni nueva, es que haya “habido una cierta resistencia a la investigación”, según informa el ministro del Interior. Pero, ¿a qué esa resistencia? ¿Quién y por qué se ha resistido? Pensábamos que la única resistencia había sido la del fallecido, que se puso como una fiera cuando intentaban protegerle de sí mismo. Como afirmó el representante de una de las asociaciones de la Benemérita, enriqueciendo la sintaxis y la semántica: “Si no se hubiera resistido, no se habría visto envuelto en ese fallecimiento”.

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