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Fernando R. Genovés

El resentimiento en la catástrofe

Los resentidos aparentan ser buenos corderitos que expresan solidaridad y compasión hacia el grande y fuerte cuando éste sufre un infortunio, aunque, bien mirado, esta representación sólo oculta miedo sublimado o reorientado

El cuarto aniversario del 11 de Septiembre coincide en el tiempo con una nueva tragedia que se ha cernido sobre Estados Unidos de América. Algunos han querido llevar mucho más lejos la coincidencia temporal levantando una ola de oportunismo macabro y de explotación de las catástrofes, consumando así una doble “celebración”. Hace cuatro años fue Al Qaeda quien les alegró el día, ahora es el Katrina. Estas son las alegrías de los pobres infelices, la venganza de los resentidos.
 
Ante la destrucción y la ruina, el comportamiento de los hombres se inclina generalmente por dos actitudes: o bien sobreponerse a la tragedia a través de la acción y la reconstrucción, o, por el contrario, encaramarse a la pila de escombros y cadáveres al objeto de ganar una altitud que de natural les es negada. Se trata, pues, de hacerse notar. Los resentidos no tienen otra forma de dañar al virtuoso y discreto más que mordisqueándole las pantorrillas, hasta conseguir que se agache para rascarse. También cuentan con la Fortuna, que, en forma de atentado o desgracia, le hace tambalear o moja los pies.
 
De los aprendices de la Filosofía que quieren ir demasiado deprisa en sus estudios, y quemar etapas, decía Platón en la República que poco consiguen de provecho intelectual, aunque, eso sí, “disfrutan como cachorros dando tirones y mordiscos con su argumentación a todos los que se le acercan”. De modo análogo, diría por mi cuenta que los individuos de segunda fila (o segunda división moral), llevando demasiado lejos sus movimientos físicos y juicios morales, sólo experimentan bienestar cuando festejan la malaventura de aquellos que odian a muerte; el sabor de la sangre y el olor a muerte les da vida y energía para seguir tirando.
 
Mucha gente de buen corazón se extrañó y aun alarmó en su día al advertir con cuánta presteza y alegría gran parte de quienes se llevaban las manos a la cabeza aquel funesto 11 de septiembre de 2001, presas de horror y de incredulidad ante la catástrofe, se echaban pocos días después a los pies de los criminales, concibiendo el oscuro deseo de que aquello significase una lección ejemplar (¡por fin!) contra el gigante americano. El océano de solidaridad y de simpatía hacia las víctimas de la vesania yihadista se secó muy pronto, y con la velocidad del rayo, se tornó estrepitoso huracán de delirio antiamericano que anegó el planeta de un extremo al otro, como si de un torrente de escarmiento o mar de justicia distributiva universal se tratase. No hay, con todo, de qué extrañarse. Así actúan los dañados por otro tipo de devastación, en este caso, moral: el resentimiento. Por estos rasgos sobre todo los identificaréis: su debilidad estructural, su odio abisal y su sed de venganza.
 
Los resentidos aparentan ser buenos corderitos que expresan solidaridad y compasión hacia el grande y fuerte cuando éste sufre un infortunio, aunque, bien mirado, esta representación sólo oculta miedo sublimado o reorientado. Entonces, y sólo entonces, se sienten felices. “Ahora vas a necesitar de mi ayuda, ésa que antes despreciabas”, musita el militante de la ayuda en reacción y el resentido sin fronteras. “Ahora veremos si me recibes o no en tu casita blanca…”.
 
Tras la gran riada de Nueva Orleáns, en el malecón habanero secuestrado, en la gran avenida de Caracas o en la milla de plomo que lleva de Ferraz a La Moncloa en Madrid, la escena es la misma con distinto atrezzo: como la ayuda internacionalista no se levanta ante el maldito, sigue sentada, en sus puestos, abrazada a una mochila incierta, esperando ser llamada para la intervención humanitaria y limpiarle las narices al Imperio. Los corderos confían en ofender y humillar al águila magullada, pero tamaño designio no está a su alcance. Pueden, sí, importunar, incordiar y, ciertamente también, desagradar. Pero poco más.
 
Nueva doctrina multilateralista del resentimiento: ahora todos nos ayudamos mutuamente, entre iguales; ante el infortunio nadie es más que otro; ya no hay rango ni clases. He aquí la socialización del sufrimiento. El orgullo del pobre. La fraternidad de la miseria. El igualitarismo menesteroso. El nuevo orden mundial, la internacional de los necesitados.
 
Estos días, mientras padece un grave desastre en el sur del país, EEUU recuerda la catástrofe del 11-S en el norte, y junto a ellos, el resto del mundo libre y civilizado. Pero, el resentimiento intenta otra vez dividir la Unión. En estas fechas, el resentimiento celebra un festín descomunal, una gran borrachera, una orgía de placer indecible, que supera toda obscenidad conocida. Y en esta ebriedad, bajo esta autointoxicación total, sus agentes todavía apelan a la noble crítica y a la objetividad inquiriendo, desafiantes, al discreto si no tiene nada que criticar de USA, si cree que con la Administración de Bush todo va bien y que los americanos todo lo hacen bien.
 
En estas circunstancias, bajo este fuego cruzado de odio y malicia, a ver quién les concede un pequeño motivo, un sólo trago más, con el que aumentar su delirio y éxtasis. A ver quién les reconoce la más pequeña carencia real en el escenario de los hechos, quién asiente ante la obviedad, presuntamente inocente, de que “se podría haber hecho más y mejor las cosas”, cuando para su profundo rencor y hostilidad esto supondría nada menos que un reconocimiento de la derrota de los grandes y la victoria de los pequeños.

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