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Gabriel Calzada

¿Falta de estado?

La falta de estado solo existió en la mente del estatista recalcitrante. Lo que vimos fue precisamente al estado más grande del planeta en acción.

Junto a la ecologista, la más recurrida teoría explicativa de lo que ocurrió en Nueva Orleáns es la falta de estado. De acuerdo con esta idea, la causa última de toda la catástrofe radica en lo pequeño que es el estado y lo desmedido que es el ámbito del mercado libre en los EEUU. Si a la primera teoría se han apuntado los ecologistas, el ministro de medio ambiente alemán y las personas de buena fe que creen ciegamente en la existencia de un peligroso cambio climático originado por la actividad humana, a esta segunda explicación se ha sumado la mayoría de los intelectuales que idolatran al estado y la mayoría de quienes han pasado por los centros de adoctrinamiento estatal. A menudo una y otra teoría se juntan en una misma persona, después de todo no son incompatibles y las dos culpan al mercado libre. Era de esperar. Lo que sí sorprende en la idea de la falta de estado como causa de la catástrofe es su escasa consonancia con la realidad de los hechos. Veamos.
 
Tan pronto el agua había entrado por las roturas de los diques de la calle 17 y de London Avenue dejaron de funcionar la inmensa mayoría de las 149 bombas de achique con las que cuenta la ciudad. Las razones son diversas: Falta de combustible, falta de suministro eléctrico, colapso del mecanismo por culpa del agua que entró en las estaciones de bombeo (sic) y el mal estado de mantenimiento de muchas de ellas. En cualquier caso, el principal responsable es la empresa propietaria. Pero resulta que los propietarios no son las malvadas empresas capitalistas sino agencias públicas locales y federales.
 
Los equipos de emergencia estatales no pudieron llegar pronto para auxiliar a los habitantes de la ciudad por dos malditas razones que poco tienen que ver con el exceso de libertad de mercado y mucho con los “efectos colaterales” de todo lo “público”. El sistema de autopistas interestatales (especialmente la I-10) que une la costa de Florida, Alabama, Misisipí y Luisiana se desvaneció al paso del huracán. He conducido en numerosas ocasiones por esa autopista y siempre me pareció increíble que aún habiendo sido construida por el estado –una agencia que gasta el dinero que ha quitado a la gente a la fuerza y que, por lo tanto, no tiene incentivos para cuidar el valor de los activos que controla- se invirtiese tantísimo dinero en una obra tan vulnerable. Por otro lado, otra circunstancia ajena al mercado, la descoordinación debido a las disputas políticas de líderes locales y nacionales, puso su roquita de arena para retrasar la ayuda a los desesperados habitantes que tanto confiaban en los planes de salvamento del ayuntamiento, del estado y del gobierno federal. En fin, un desastre. Pero un desastre gubernamental y estatal.
 
Si hubo una causa directa de la catástrofe esa fue la rotura de los diques que protegían la ciudad. La propiedad de esos diques que se desquebrajaron sin que el agua les hubiese superado -o, al menos eso es lo que afirman los ingenieros civiles del Centro de Huracanes- era (¿lo adivinan?) estatal. En esta ocasión no hay empresas privadas de servicios que cobren “exagerados” precios a cambio de un “mal” servicio a las que poder culpabilizar. No las hay porque el responsable en condición de monopolio del sistema de protección de la ciudad es el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Tierra. Y puesto que, si bien la Constitución americana reconoce el importante y legítimo papel que las milicias privadas pueden desempeñar en la seguridad y defensa del país, hoy por hoy el ejército más grande del planeta es absolutamente estatal, poca responsabilidad puede tener el mercado libre en el defectuoso diseño del sistema y su estado de semiabandono que diversos expertos del Centro de Huracanes y de la Universidad de Luisiana señalan como causa principal del desastre.
 
¿Todavía quieren más estado? En el país del capitalismo, la agencia que cuida de la prevención, ayuda y mitigación de las pérdidas en casos de emergencias –con especial dedicación a las inundaciones- no es, curiosamente, una empresa privada. Estos servicios los gestiona otro monopolio público: La Agencia Federal para la Gestión de Emergencias (FEMA). Mucho se ha hablado de la reducción del presupuesto del gobierno federal para las partidas del cuerpo de ingenieros. Pero casi nada se ha dicho sobre el incremento del 34,2% en el presupuesto del presente ejercicio del FEMA que hace pequeña aquella reducción. Pues bien, los 7.374 millones de dólares que se asignaron para estas tareas en el año 2005 no sirvieron para que los 4.776 empleados de esta agencia pública estuvieran en Nueva Orleáns cuando miles de personas tenían literalmente el agua al cuello. ¿Alguien puede imaginar una empresa privada de esas dimensiones que esté en la luna de Valencia cuando en Nueva Orleáns tiene lugar el evento dramático para cuya prevención y atenuación ha sido diseñada? Difícilmente. El motivo es obvio: el futuro de esa empresa dependería de ayudar de la manera más efectiva y rápida posible a los damnificados mientras que la agencia estatal seguirá existiendo haga lo que haga.
 
Eso sí, a los amantes del estado siempre les queda decir que no había suficiente estado, que si bien es cierto que el presupuesto del FEMA se había aumentado en 1.881 millones de dólares, el del proyecto del Cuerpo de Ingenieros del Ejército recibió 13 millones menos de lo que pidió, o que los tanques y soldados de Irak tenían que haber estado en el lago Pontchartrain. Y podrían tener parte de razón. ¿Por qué no? Al fin y al cabo el mejor uso de los recursos no es algo objetivo. Los recursos son escasos y su mejor asignación de acuerdo con las necesidades subjetivas más urgentes de los individuos sólo se consigue mediante el mercado libre. Cualquier otra alternativa consiste en dar la espalda a lo que los individuos consideran lo más adecuado. Haga lo que haga una entidad coactiva siempre será tan arbitrario como ineficiente. Y siempre podremos objetar que lo que hacía falta era gastar más. Es decir, quitarle a la gente más recursos con los que podrían intentar solucionar –a su manera- sus necesidades particulares. Pero el trasfondo insustituible es que el típico despilfarro y la clásica ineficiencia estatal no desaparecen con los desastres. Se elevan hasta puntos mortalmente insoportables. Pero todo esto, de nuevo, no es un problema de exceso de mercado sino de estatismo.
 
¿Falta de estado? ¿Dónde? ¿En la propiedad de los diques? ¿En el mantenimiento del sistema de protección frente a las inundaciones? ¿En la gestión de la catástrofe? ¿En los elevados impuestos? ¿En la cuantía del gasto público? La falta de estado solo existió en la mente del estatista recalcitrante. Lo que vimos fue precisamente al estado más grande del planeta en acción. El traumático resultado es bien conocido: Más de mil muertos, más de 100.000 millones de dólares en daños materiales, cientos de miles de damnificados y miles de familias destrozadas. Irremplazables vidas y bienes anegados. Pero no a causa de las aguas sino de la marea de estatismo que todo lo inunda.

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