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Victor D. Hanson

La hora del descontento

el bajo desempleo, la baja inflación y los bajos intereses no le dan a la gente la sensación de calma dada la preocupación por los costes energéticos, la deuda nacional y la guerra en el exterior

Los americanos –nunca antes tan ricos o privilegiados– se sienten pesimistas.
 
Veamos la energía. El coste promedio actual de la gasolina es de 0.52 céntimos de euro por litro, y cuesta menos de lo que costaba en 1981 cuando ajustamos por la inflación. Lo que es diferente hoy es que el relativo aumento repentino en los precios de la gasolina no es asumido como una simple variación transitoria.
 
Más bien los precios que suben en espiral parecen algo permanente que puede crecer aun más al bajar las reservas mundiales conocidas. Y empeora por nuestro voraz consumo y la entrada de China e India en el mercado global de la energía.
 
En respuesta a la ansiedad de los americanos por la energía y otros problemas, a veces reales y a veces percibidos, estamos siendo testigos de la terquedad y la inconsistencia ideológicas en ambos lados del espectro político.
 
Los conservadores, por ejemplo, están tratando de bloquear la subida de los estándares del rendimiento de combustible para automóviles, en la esperanza que el mercado falle sobre el gasto de energía. Arguyen los conservadores que cuando el precio de la gasolina suba mucho, los consumidores con menos dinero escogerán no comprar 4x4 y gigantescas furgonetas.
 
Por su parte, los progres conceden que la plantas de generación de electricidad por energía nuclear no contribuyen al calentamiento global. Operar esas plantas es ahora tan barato como con gas natural y mantienen los dólares del gasto de energía en casa.
 
Pero aquí, como con la oposición de perforar petróleo en el Refugio Nacional de la Fauna del Ártico o en la costa nacional, los ortodoxos medioambientales están sujetos con la camisa de fuerza de la ideología, soñando que basta con la energía alternativa de nueva tecnología y el conservacionismo para que se puedan bajar los costes y mantener los petrodólares fuera del alcance de los regímenes inestables de Oriente Medio.
 
Estas fantasías conservadoras y progresistas también paralizan las soluciones para el déficit fiscal.
 
Cierto que los republicanos apoyaron los recortes de impuestos que han llevado a más ingresos federales netos en 2005 que en 2001. Sin embargo –incluso con los costes no anticipados de los ataques del 11-S, la guerra en proceso y el huracán Katrina– si la Administración Bush hubiese mantenido el gasto de las prestaciones sociales al nivel de Bill Clinton (con pequeños aumentos por la inflación) hoy tendríamos un presupuesto equilibrado y un pequeño superávit.
 
En su lugar, 2001-2005 se destaca por el crecimiento más loco en gasto nacional de nuestra reciente historia. Incluso con una economía en expansión, grandes cantidades de nuevos ingresos federales no pueden mantener el ritmo de  tanto gasto.
 
Del mismo modo que el argumento válido de los republicanos sobre la economía de la oferta (supply-side economics) de que los impuestos crean más ingresos, significa poco a la hora de equilibrar el presupuesto. Igualmente irrelevante es la noción del “mate de hambre a la bestia”que decía que los recortes de impuestos necesitarían disciplina fiscal obligatoria, especialmente cuando muchos de los llamados legisladores conservadores muestran su afinidad por los gastos asignados a proyectos que benefician a su circunscripción electoral sin tomar en cuenta sus méritos.
 
Ahora, algunos defensores del libre mercado nos dicen que un déficit presupuestario de 400 mil millones anuales no importa mucho, ignorando incluso la depresión psicológica que semejante cantidad de dinero prestado provoca en una ciudadanía que alguna vez les tuvo confianza.
 
Los demócratas, por su parte, no reexaminarán los programas de prestaciones sociales para averiguar lo que no funciona o si es contraproducente como por ejemplo muchos subsidios agrarios y educacionales. Aparentemente, la futura respuesta de los demócratas a la montaña de deuda será el viejo cálculo de recortes sustanciales en el ejército (en tiempos de guerra) y nuevas subidas de impuestos (que pueden enfriar la economía).
 
El mismo pesimismo del público se aplica a Irak. Los defensores de la guerra apuntan al continuo aumento de las fuerzas de seguridad iraquí y a que el calendario electoral y de reforma constitucional permanece ininterrumpido. Desde la expulsión de Sadam Hussein, no ha habido ningún ataque en EEUU como el del 11-S al mismo tiempo que hay cambios positivos en el Líbano, Egipto y Libia. Además en las encuestas, la mayoría de iraquíes dicen que ellos esperan que EEUU se quede y termine el trabajo.
 
Los críticos descartan esas buenas noticias y citan las 2.000 víctimas mortales americanas, más los miles de heridos, el gasto de miles de millones de dólares y las noticias casi diarias de los atentados suicidas y de las bombas de carretera.
 
En respuesta, algunos conservadores impacientes desean atacar Siria e Irán para frustar su apoyo a los yihadistas que entran a Irak aunque no hay apoyos para ampliar la guerra.
 
Algunos progresistas quieren una retirada inmediata, aunque hacerlo sólo signifique darle a los terroristas lo que no pueden ganar en el campo de batalla. La única solución viable –mantener el rumbo– no satisface a aquellos que exigen mucho más o mucho menos.
 
En números reales, hay más gente trabajando ahora que en ningún otra época de nuestra historia. Tener casa propia ha llegado a niveles récord. No hemos sido atacados en más de cuatro años. Sin embargo, el bajo desempleo, la baja inflación y los bajos intereses no le dan a la gente la sensación de calma dada la preocupación por los costes energéticos, la deuda nacional y la guerra en el exterior.
 
Por lo general esa angustia –menos de la mitad de la población expresa tener confianza en la Administración Bush– llevaría a darle la ventaja al partido de la oposición. No ha sido así ya que los demócratas no ofrecen una sistemática alternativa para enfrentar la creciente angustia.
 
Y el fatalismo de un público normalmente positivo sigue en aumento. Los votantes ya no confían en los tacaños republicanos para equilibrar el presupuesto mientras que el viejo partido de Wilson, Roosevelt, Truman y Kennedy ya no tiene credibilidad en cuestiones de seguridad nacional. Los electores quieren ambas cosas: la expansión de las fuentes de energía nacional tradicional y reducir el consumo, pero los dos partidos siempre en desacuerdo ven estas soluciones como “o esto o lo otro” en vez de verlas como algo compatible.
 
El resultado de este petrificado liderazgo es que mientras que las cosas no están tan mal como parecen, la gente, en su frustración, siente que están mucho peor.

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