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José María Aznar

Tiempos difíciles

Y el poder público no puede permanecer no ya complaciente, sino meramente indiferente, si medios y periodistas se ven acosados y coaccionados.

Discurso pronunciado por José María Aznar en la presentación del libro "El triunfo de la información" de Pedro J. Ramírez.
 
Señoras y señores, queridos amigos, muy buenas tardes a todos.
 
Ante todo, quiero agradecer a Pedro J. Ramírez su invitación a compartir con ustedes este acto. No soy muy dado a las añoranzas, ni soy prisionero de melancolías, y quiero decir desde el comienzo que, desde luego, no echo de menos los años que se cuentan en estos libros. Pero también, al sentarme aquí contigo y con todos ustedes, y al ver al mismo tiempo cuál es el rumbo que lleva España, es inevitable que me vengan a la cabeza recuerdos de empeños muy duros, de esperanzas bien fundadas, y de voluntades extensamente compartidas para hacer de España un país sano y normal, democrático y sensato, moderno y ambicioso. Un país en el que leer tu periódico o escuchar la radio no signifique que se le haga a uno un nudo en el estómago.
 
Muchas gracias por invitarme, por tanto, aunque como es bien sabido, no me guste nada apartarme de la agenda y del perfil que me señalé a mí mismo cuando dejé el Gobierno y el liderazgo de mi partido. Y con este acto soy consciente de que me salgo un poco. Como ya saben, desde que concluyó mi responsabilidad de gobierno, procuro tener poca presencia pública en nuestro país. Y me siento muy a gusto así, la verdad.
 
Yo siempre he intentado hacer en cada momento mi trabajo lo mejor posible. En este libro se habla de lo que hice como jefe de la oposición y como Presidente del Gobierno. En ambos casos, intenté hacerlo lo mejor que pude; eso sí: siempre con una idea muy clara de mis objetivos. Y a partir de ahí, y en función de los resultados, que cada uno juzgue y que opine lo que desee. Ahora también intento hacer bien mi trabajo. Y una parte importante de él es presidir una fundación dedicada al análisis y el estudio, que es desde hace años una referencia importante.
 
Pero lo cierto es que de aquellas cosas a las que yo he dedicado mucho esfuerzo durante años, ahora se ocupan otros. De aumentar mi familia se ocupa mi hija Ana, con gran éxito por cierto. De tener a un político en casa, la que se ocupa es Ana, mi mujer. Y de ejercer ese liderazgo político tan duro y tan necesario se ocupa, con éxito, con fuerza de voluntad y con claridad de convicciones Mariano Rajoy, a quien felicito por lo que está haciendo, y para quien trabajamos en la Fundación que presido, al servicio de un proyecto de centro reformista que hoy es tan necesario como lo fue cuando se gestó.
 
Ahora, vayamos a la cuestión. Hoy tengo el placer de presentar un lanzamiento editorial de uno de los periodistas más importantes de España. Y lo hago no sólo porque Pedro J. y yo seamos viejos conocidos y –a nuestro modo– amigos. También lo hago porque acordarse de cómo transcurrieron las cosas en esos años me parece muy útil y muy interesante. Como suele pasar con lo que hace Pedro J., la iniciativa de reeditar estos dos libros tiene el don de la oportunidad.
 
Yo no creo que la situación de España hoy sea idéntica a la de 1993, 1994 ó 1995. Veo diferencias claras. Pero también veo similitudes. Incluso en aquellos elementos que se asemejan, como la presión contra los medios de comunicación, veo diferencias. Al menos en las formas.
 
Por resumir –y en seguida lo explicaré un poco más– veo ahora, como en los últimos tiempos del anterior gobierno socialista: una crisis nacional creada por el Gobierno, una política gubernamental dirigida a acallar al que discrepa (sea oposición o sean medios de comunicación), y una esperanza cierta y palpable, cada vez apoyada por más gente. Esas son las similitudes –insisto que no idénticas-. Y sobre ellas añado una diferencia muy importante, decisiva a mi modo de ver: la gente ya ha comprobado que se puede gobernar de otra manera.
 
De todo ello voy a hablarles en pocos minutos, y los libros de Pedro J. son una excelente manera de explicar esto mismo, no sé si voluntaria o involuntariamente.
 
Hablemos en primer lugar de lo más grave. El Gobierno del Partido Socialista ha vuelto a crear una crisis nacional grave. En este caso, muy grave. Y otra vez, completamente innecesaria. Un país que podía marchar perfectamente por el simple procedimiento de cumplir las reglas constitucionales, se encuentra metido en un torbellino por el inconcebible hecho de que su Gobierno decide incumplirlas.
 
Entonces se trataba de corrupción y de delitos gravísimos. De escándalos que sobresaltaban cada mañana a esa inmensa mayoría de personas de bien que forman España, y a las que no les gusta nada sentir que su país marcha a la deriva en medio de los arrecifes.
 
Ahora volvemos a ver asuntos de créditos privilegiados a partidos, intentos de controlar empresas y cosas semejantes. Escándalos frente a los que, de nuevo, se recurre al procedimiento de no investigarlos, ocultarlos, e intentar decir que todo el mundo lleva barro encima. O sea, exactamente lo mismo que hace diez años. Y con idéntico resultado.
 
Pero más grave aún es que esa obsesión irremediable por el poder, que entonces se manifestaba en el abuso cotidiano, es que ahora se pone en juego la misma base del concepto de España y del pacto constitucional que le dio forma democrática y libre.
 
Durante estos meses he sentido la necesidad de preguntarme si es que España estaba abocada a romper el pacto constitucional y a estar a punto de convertirse en un ente casi inexistente. Y la respuesta es claramente no. Lo digo categóricamente, y lo digo con la experiencia de alguien que ha gobernado cuatro años con el apoyo de partidos nacionalistas. La diferencia es que lo que entonces pactamos con los nacionalistas –en público, por escrito- fueron muchas cosas: reformas legales, reformas económicas, completar el Estado constitucional de las Autonomías, etc. Muchas cosas. Menos una: reformar la Constitución o los Estatutos. Eso es precisamente lo único que muy conscientemente y muy meditadamente, pusimos como condición. Teníamos una idea de España, y por eso no queríamos gobernar a costa de dejar a España centrifugada, sino para dejar a España fuerte y próspera, la mejor que hubiéramos conocido.
 
Y en cambio, lo único que ahora se ha pactado es exactamente lo contrario. Los apoyos a reformas legales –de las económicas no hablo, porque ya saben que es un género inédito– son secundarios. Lo único que se tiene claro es que se va a transformar el sistema político y el propio concepto de España. Por eso estamos ante una crisis nacional muy seria, creada y alentada por el propio Presidente del Gobierno.
 
Lo que está ocurriendo no es irreversible, en absoluto. Entre otras cosas, por el grado tan enorme de conciencia cívica que están demostrando los españoles, así como por el grado de liderazgo que, una vez más, está demostrando el Partido Popular.
 
Yo no creo que ni Mariano Rajoy ahora, ni desde luego yo, entonces, sintamos la más mínima satisfacción por ser la única expresión política que ejerce la oposición de muchos millones de españoles a la política de un Gobierno que ha creado una crisis. Satisfacción, ninguna. Pero sentido del deber, todo. Y así están las cosas. Una mañana de sábado, en un puente, el Partido Popular convoca un acto público… y van 200.000 personas.
 
Algo grave está pasando para que eso ocurra. Y se podrá, otra vez, cargar contra el que convoca el acto. Pero lo que debería hacerse es reflexionar sobre aquello que se está haciendo y que provoca que 200.000 personas se sientan en la obligación moral de salir a la calle un sábado frío de diciembre.
 
En vez de atajar la crisis, se recurre de nuevo al procedimiento de acosar –en sentido literal– al que discrepa. También eso lo conocemos. Y también en este caso hay rasgos que lo hacen aún más preocupante.
 
Yo me pregunto qué está pasando en España con la libertad de opinión.
 
Estos dos libros de Pedro J. Ramírez, Amarga victoria y El desquite, se presentan conjuntamente con un sobretítulo: El triunfo de la información. Y, efectivamente, a lo largo de estas 1.300 páginas, se habla de lo que pasó en España en unos determinados años. Y en ese relato se fija también el protagonismo y la importancia que tiene la prensa libre y los periodistas que tienen el deseo de discrepar.
 
Sé que se nos ha criticado mucho por la política que llevamos respecto a los medios de comunicación. Estoy dispuesto a sentarme con quien quiera y a hablar con él largo y tendido sobre ello. A explicar hechos y circunstancias que ayudan a entender. Y seguro que coincidiríamos en algunas cosas y discreparíamos en otras.
 
Pero hay algo que quiero decir hoy. Durante el tiempo que el PP gobernó, la libertad de opinión no disminuyó, sino que aumentó. La libertad para discrepar con el Gobierno se extendió de un lado a otro del panorama mediático. Los hechos son los hechos, y quien los compare con lo que sucedió antaño, o con lo que está sucediendo ahora, estará negando la evidencia.
 
La libertad de opinión es el punto más delicado en una democracia contemporánea. Y el poder público no puede permanecer no ya complaciente, sino meramente indiferente, si medios y periodistas se ven acosados y coaccionados.
 
Lo digo por Pedro J. Ramírez, por Federico Jiménez Losantos, por sus respectivos medios, y también por otros muchos periodistas, columnistas y comentaristas que ven cómo hay una política precisa y concreta para acallar al que no mire para otro lado.
 
Yo también lo he sufrido en estos meses. Y Pedro J. lo ha sufrido antes y ahora. Sufrió, especialmente, una agresión intolerable que ha sido juzgada y castigada como tal por los tribunales.
 
Pero es que ahora se acalla al discrepante y se disuade al que se aparta de la corrección política. No se puede defender la España constitucional sin ser tachado de extremista. No se puede enaltecer la magnífica obra de reconciliación de la Transición sin ser tachado de fascista. Y en una parte de España –en Cataluña, para ser exactos- no se puede opinar sencilla y democráticamente que el actual Estatuto es mejor que el proyecto que se ha presentado, sin ser estigmatizado, apartado y condenado al ostracismo.
 
He pasado tantas veces por la misma experiencia que ayer sufrió injustamente Albert Boadella, que me siento muy cercano a él.
 
Las mismas juventudes de un partido de la coalición gubernamental, que hace pocos meses me asaltaron a mí cuando firmaba tranquilamente libros en unos grandes almacenes de Barcelona, ahora asaltan emisoras de radio.
 
Y cuando eso sucede, la respuesta del Gobierno no es callar, sino otorgar. Se dice que ya otras veces ha pasado lo mismo, cosa que no es cierta, y se consagra como derecho lo que no es más que pura coacción. Y por si quedan dudas, se ponen en marcha iniciativas dirigidas a privar al discrepante de su derecho a emitir.
 
¿Qué es lo que pasa, que cada vez que gobierna el PSOE se recorta la libertad de opinión? ¿Cuándo va a llegar algún político socialista capaz de darse cuenta de que se pueden ganar elecciones sin atacar al que discrepa?
 
Un Gobierno recto, en un país sano, necesita prensa libre. Necesita críticas razonadas, guiadas por convicciones personales. Necesita, también, una oposición que pueda ejercer su tarea democrática sin la amenaza de su exclusión, por el mero hecho de cumplir su papel y su deber de oposición.
 
Yo no quise perseguir al Gobierno que me precedió. No autoricé la desclasificación de los “papeles del CESID”. Es una de las decisiones de las que Pedro J. ha discrepado mucho de mí, y en términos muy duros. ¿Por qué lo hice? Pues porque creía que la misión de un Gobierno no era aplastar a la oposición.
 
Ahora, en cambio, lo que vemos es el intento permanente de que la oposición se calle o se quede fuera del circuito. Eso es lo que se lleva intentando -sin ningún éxito, por cierto- desde hace año y medio.
 
Algo de eso también lo vimos hace años. Entonces se inventaron una cosa llamada “bloque constitucional” –vaya nombrecito-, que sólo servía para una cosa: para decir que el PP estaba sólo. Y mientras tanto, como yo decía a mis compañeros de partido, cada vez que mirábamos hacia detrás, veíamos que había más gente que caminaba con nosotros.
 
El intento de echar de la pista a un partido como el PP está condenado al fracaso, mientras haya –como hay ahora– convicciones, liderazgo y constancia. Nosotros no elegimos ser la única oposición. Pero el PP es otra vez la alternativa a un Gobierno que cada vez gusta a menos gente.
 
Esa posición conlleva muchas incomodidades y una gran dureza –lo sé– pero es el camino seguro hacia el éxito. Y, sobre todo, es inevitable. Antes del 3 de marzo de 1996 –pronto hará diez años– se decía que el PP no podría tener aliados. Pero primero vino la victoria, y después los acuerdos. Y siempre, la voluntad de consenso en las cuestiones esenciales. De ellas dimos pruebas estando en la oposición, gobernando en minoría, y gobernando con mayoría.
 
Junto a todo esto, yo veo también una esperanza. Veo más participación ciudadana que nunca. Veo más jóvenes que nunca. Veo personas decididas a comportarse como ciudadanos activos, que por todos los medios democráticos a su alcance están dispuestos a decir alto y claro que no les gusta este Gobierno, ni les gusta adónde lleva España.
 
Y esa nueva mayoría participativa que se está gestando no camina sin referencias. Tiene una referencia clara dentro del sistema de partidos, que es el Partido Popular, y confía en él y en Mariano Rajoy.
 
Hacer una política de altura no consiste sólo en buscar el interés electoral. Por supuesto que cualquier partido quiere ganar las elecciones, pero es que defender la estabilidad de nuestro país, la fiabilidad de nuestras instituciones democráticas y el consenso básico constitucional, es por encima de todo un acto de patriotismo y un ejercicio de cumplimiento del deber cívico. Y eso es lo que está haciendo el PP ahora. Esa es ahora la tarea del centro reformista.
 
Todo discurre ahora más deprisa que en los años que Pedro J. describe en el primero de estos dos libros. Y pienso que en parte se debe a las cosas que cuenta en el segundo. El PP ya ha gobernado, y ese es un factor que en su interior, cada ciudadano tiene en cuenta.
 
Nuestra tarea de gobierno se puede discutir. Se puede discrepar de ésta o aquélla decisión. Cómo no. Pedro J. lo hace a menudo en este libro, y me parece muy bien, por más que a veces sea yo el que discrepo de él.
 
Pero no sólo es una tarea de la que yo mismo me sienta orgulloso. Es también una tarea que se hizo con limpieza. Ante las cámaras y en la Cámara. Sin dobleces. Se dijo lo que se quería hacer, y se hizo. Se explicó constantemente. Se buscó el consenso siempre que fue posible, siempre que de ese consenso pudieran nacer –como en los acuerdos con sindicatos- reformas capaces de generar prosperidad económica y estabilidad política. Y esa es una obra que permanece en la memoria de la gente, y que hace que sea ahora más difícil presentar al PP como un partido que no merezca confianza.
 
Si ahora podemos decir que se puede gobernar sin corrupción, es porque demostramos que se podía gobernar sin corrupción.
 
Si ahora se puede decir que al terrorismo se le puede vencer, en vez de pactar con él, es porque demostramos que la Ley es suficiente para derrotarlo, cuando está respaldada por la voluntad y la determinación de ganar esa lucha por la libertad y la democracia.
 
Si ahora se puede decir que España no tiene por qué ser un país exótico, amigo de dictadores y de regímenes sin libertad, es porque se demostró que podíamos ejercer un papel dirigente entre las principales naciones democráticas de todo el mundo.
 
Y, por cierto, si hoy puede decirse que un Gobierno decidido a no tirar la toalla a las primeras de cambio en una negociación complicada de fondos europeos no tiene por qué salir mal parado de ella, es porque hace seis años, en Berlín, se demostró que las negociaciones que se trabajan se pueden ganar. Y volvimos con 8.900 millones de euros anuales durante siete años. Deseo firmemente que las cosas salgan bien ahora. Pero que no se confundan: lo que hay que llevar bien preparada es la negociación, no cómo echarme las culpas a mí, o a Mariano.
 
Señoras y señores;
 
Voy llegando al final. Como ven, soy un español al que le preocupa la situación de España. Y sé que mi obligación hoy es decirlo.
 
Durante estos meses, me he preguntado mucho si en la España de hoy hay sitio para los valores, los principios, las ideas nobles, o para la grandeza política; o si por el contrario estamos condenados a naufragar en un mar de banalidad, o de falta de sentido político.
 
A veces he sentido la necesidad de preguntarme si hay españoles que sientan que merece la pena defender algo, creer en algo, o si por el contrario nos basta con flotar, con vivir, con aguantar, o con mirar hacia otro lado.
 
Muchas veces me he preguntado estos meses si existen voluntades y corazones dispuestos a seguir latiendo fuerte por una idea ambiciosa de España. Dispuestos a pensar que trabajar duro, que ser leales, que la honradez, el coraje, el patriotismo, o que ayudar a los demás, hacen mejor nuestro país. Y además, que no merece la pena que éste se pierda en las olas de la Historia, sino por el contrario, que haga Historia.
 
Todo eso me lo he preguntado, y al mismo tiempo que mi preocupación, he vuelto a sentir esperanza.
 
La esperanza en esos millones de ciudadanos que serena y democráticamente, están reafirmando su deseo de hacer de España un país que mire al futuro, y que no se deteriore mirando al pasado.
 
He visto que hay esperanza en ese conjunto sólido y fiable de convicciones que forman el centro reformista. Las convicciones que sirvieron para salir de una crisis y para dar pasos de modernización y desarrollo que deseábamos.
 
Y he visto la esperanza en la firme voluntad de Mariano Rajoy para ofrecer de nuevo esa alternativa que cada día más españoles reclaman.
 
Señoras y señores,
 
Termino ya. Sólo he pretendido centrar el contenido y el alcance de estos libros, cuyo autor ahora nos explicará.
 
Vivimos tiempos difíciles para España. Tiempos que necesitan determinación y coraje.
 
Ninguna de estas dos cualidades le falta a Pedro J. Ramírez. Se equivoca quien piense que siempre hemos formado una especie de pareja con personalidad desdoblada.
 
Pero acierta quien se dé cuenta de que siempre que se ha puesto en riesgo la libertad para opinar y para expresarse, me ha encontrado de su mismo lado.
 
Y acierta quien se dé cuenta de que siempre que ha estado en riesgo y en crisis el futuro de España, también hemos estado del mismo lado.
 
Gracias.

En España

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