Menú
José T. Raga

Peor aún, las explicaciones

Ni siquiera aquello del objetivo de la paz, convence ya a nadie o a casi nadie, para aceptar de buena gana el diálogo con el terrorismo.

Cuando uno sueña en un Estado de Derecho efectivo, cuando le gusta sentirse en un país democrático en el que Montesquieu siga vivo y, con él, ese equilibrio natural que proporciona la división de poderes, de manera que no quepan excesos porque alguien, que no su ejecutor, tendrá la competencia para enjuiciarlos; cuando alguien ama con pasión la libertad, y ella como atributo de la persona singular, del individuo, del sujeto de derechos y de obligaciones, no estando dispuesto, al menos voluntariamente, a hacer dejación de aquella prerrogativa de sentirse libre, mira con recelo y temor los avances del Estado invadiendo su esfera personal y su capacidad de elección.

Conocedor de la verdadera historia de otros tiempos, mira la opresión, la coacción del poder sobre sus decisiones, como el inicio del fin de sí mismo y de la sociedad a la que pertenece. Se siente enjaulado y vigilado; según y donde, hasta un alumno, el más sencillo y humilde, puede ser el encargado de comunicar los resultados de esa vigilancia que, en un Estado policial, alimenta y da seguridad al “aparat”, a la estructura de poder.

Para desgracia, por cruel que parezca, siempre los habrá de dispuestos a desempeñar esa vergonzante misión: los tuvo Stalin –aquel al que los más ignorantes le distinguían con el apelativo paternalicio–, también dispuso de ellos el régimen nazi, el soviético –con crueldad inusitada estuvieron presentes en el seno de sus países satélites: recordemos la República Democrática Alemana (qué engaño lo de democrática), la Rumania de Ceaucescu– se usaron en la policía social del franquismo, fascismo, etc. Se utilizan de manera generalizada por gobiernos que, sintiéndose internamente faltos de legitimación, creen afianzar su poder mediante las denuncias de particulares innominados, los cuales han llegado, en ocasiones, a formular su acusación sobre parientes próximos como mal menor para, al menos, librar a los más posibles dentro de su entorno familiar de las represalias que se tomarían de no existir aquellas denuncias.

Los regímenes totalitarios, aquellos en los que no existe imperio de la Ley, aquellos en los que se disfraza la legalidad por una teórica mayor consideración a los intereses del pueblo, de un pueblo silenciosamente inexistente, sólo se sufren con cristiana resignación o con impotente rebeldía. Sí, ya suponemos que, pese a todo, también los habrá de satisfechos con el sistema; siempre los hubo.

El problema que, al menos en el plano teórico, nos estamos planteando en este momento no es el ejercicio de esa resignación o la contención de esa rebeldía a las que nos referíamos, eso se da por descontado, lo peor en los días que vivimos no es que el poder haga lo que quiera, sin restricción alguna, sino la afrenta que tiene que soportar un pueblo mayor de edad, con un nivel cultural, en términos generales, aceptable, cuando ese poder, que en su esquema está el hacer su voluntad –no entro en si está condicionada o no por intereses de otro género– trate de explicar a ese sufrido pueblo el cómo y el porqué de su acción. A algunos, esto, nos humilla más que la acción en sí.

Las explicaciones del gobierno distinguiendo entre la ilegalizada Batasuna y el ejercicio del derecho de reunión y manifestación de sus miembros como sujetos, es algo que sólo me podrá satisfacer cuando sea capaz, el gobierno que así se expresa, de propiciarme una reunión con Batasuna estando ausentes todos sus miembros.

Análogamente, si una de las grandes prerrogativas de cualquier plazo que se establezca es la certidumbre del cuándo, me resulta insultante que un Ministro del Gobierno, ante el incumplimiento de un plazo fijado por él mismo, trate de explicarme, supongo que con la aspiración de convencerme, que aquel, el plazo incumplido, era sólo orientativo.

El pueblo, ese que sí existe, el que forman los sujetos que sufren y disfrutan, con sus aciertos y errores, con sus carencias y grandezas, estoy convencido que tiene una madurez sustancialmente mayor de la que presuponen aquellas explicaciones. Así que, por favor, hagan lo que quieran pero no lo expliquen. Ya es suficiente sufrir la acción en sí misma y en sus más que probables consecuencias, como para tener también que hacerse cargo de la explicación. Ni siquiera aquello del objetivo de la paz, convence ya a nadie o a casi nadie, para aceptar de buena gana el diálogo con el terrorismo.

Yo, al menos, me sentiría mejor sin la explicación.

En España

    0
    comentarios